De amor y textos

Que le leyera por teléfono ese fragmento del texto de Fernando Savater sobre el primer mandamiento del libro “Los diez mandamientos en el siglo xxi” mientras esperaba abordar el vuelo 573 de Taca que le llevaba a San Salvador desde Guatemala, fue hermoso como un abrazo.  La lluvia comenzaba y el fuego estaba vivo por su casa.

No había nada particular a su costumbre de escucharle leer textos, pero lo sentía así ese domingo en que su cuerpo arisco, una vez más, enfrentaba su ausencia.

Ella también le platicó de libros: de la misoginia de Rubén Darío que Sergio Ramírez describía en su “Muertes cercanas”, pero sobre todo de lo que pensaba de “Familias Felices”, ese conjunto de relatos familiares, magistral escritura de Carlos Fuentes, que muestra cuán terrible puede ser esa propuesta de convivencia que llamamos la base de la sociedad y, no obstante y a pesar de todo, es la que al final nos salva de la soledad de Adán o de la paranoia de Stalin.  Y es que se paseaba por relecturas de una ética humanista en la que ubicaba sus vidas y su vínculo.  No había nada que ella sintiera que los unía más que un texto que se posiciona incómodo porque apunta a otra cultura de la que quería vivir un anticipo, aun pagando su elevado precio.  Pensó que, por fin, encontraba un equivalente digno a los abrazos oníricos en las madrugadas cuando estaban juntos.  Pensó lo más sencillo y simple que piensa una mujer que ama: ¡ay, cómo lo quiero!

Su amor era difícil; no quería bajar el perfil, acomodarse al “coito triste del señor y la señora”.  No le interesaba la salida más cómoda, los lugares bifrontes de mentira y sospecha, de control y de engaño.  Y mientras él aceptaba el reto de respetar su sensibilidad, ella buscaba convivir con lo que le parecía una urdimbre de vida.

Sin embargo, algo había sido distinto y, en medio del viaje de su amante parecía que otro “viaje” asomaba.   Él la había preparado con esmero para que no sufriera su estancia en El Salvador, había dejado fluir sus dolores en una comunicación conflictiva pero sincera, y eso y los “te amo” y los “quiero verte feliz”, y las llamadas tontas…toda esa liturgia de los amantes fue abundante y se mostró como signos del “despegue”.

Era nuevo sentirlo abierto a sus palabras.   Y lindo amar a un hombre sin pedestal ni asiento principal en su conciencia.  Un hombre nada más, con cuerpo y pies de barro.  ¡Surgía entonces un espacio de crecimiento juntos!.   Un territorio próspero donde llamarse solamente iguales, distintos pero iguales.  Iguales no por serlo, sino porque querían acercarse.  Iguales porque la dignidad, el dolor y el amor campeaban por ahí dictando sus rituales exigentes, haciéndolos recíprocos, naturales, humanos.

Se daba cuenta que su hombre no estaba en su fantasía.  Para abrazarlo debía encontrarlo en las casas, las calles, los platos, las lecturas, las computadoras, las camas, los aeropuertos, los trabajos, los hoteles, las gripes, los gritos, los libros, las flores, las mierdas, los detalles, las acciones que denotaban que crece (todo plural, todo objetivo).   Su hombre podía hacerle daño pero no era torpe para quedarse en ello, cavilaba. Quería responderle igual. Creía en su palabra, esa aguja enhebrada que zurcía sus desgarros tejiendo nuevos trazos.

Hermoso es el momento de este cuento, un instante del tiempo donde crecía un vínculo, no él o ella, así por separado; una forma de relacionamiento orquestada de tantas otras gentes que los han precedido diciendo hasta el cansancio que la historia se escribe desde dentro.  ¡Tanta evidencia conocida y suelta!, ¡tanto coincidir que, en ellos, parecía tomar un rumbo bueno!.

Ahora hay un contexto.  Y muy cerca de ella la lluvia continuaba, y el fuego pedía su alimento.

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