Escrito el 3 de mayo de 1991
Cuando las campanas sonaron el primero nos fuimos a la Parroquia de Santa Ana en el viejo auto de un amigo. Papi y yo adelante, atrás los sobrinos Abelino, Martín y Karlely. Apenas empezaban a llegar mas personas. Nos sentamos en la frescura de las largas bancas de madera: Ruth a la derecha de mi papi y yo a su izquierda. La iglesia y mi padre parecían compartir esa vejez solemne y clara a la que nos arrimamos para tomar una bocanada de paz.
En un tris tras había pasado un año ¿cómo cupo tanto en doce meses?. Y asi, abruptamente, congestionada de dolor y comienzos, de pronto estaba en la iglesia de Santa Ana con un grupo de hombres y mujeres convocados por el recuerdo de mi madre. Me brotaban lágrimas reclamando su presencia, aunque fuera en su cuna de madera, su última cuna. Extrañaba el apretón de manos de mi marido, de quien recién me separara. ¡En un año mi vida había cambiado en lo fundamental! Un tornado me despojaba de mis principales afectos y me sentía urgida de sus miradas, sus palabras, sus abrazos, sus apoyos. Todo se había esfumado en un trágico poñoñón de mi existencia.
Hacía rato que me preguntaba qué sería de papi, de Karen, de Gerardo… de mí. No podía explicarme el mundo sin mi madre. Estaba tan convencida que a la Amadita le quedaban historias que contar, panes por amasar, ternuras que ofrecer, poemas por escribir y declamar, que no podía aceptar ese final, su final.
Racionalicé la muerte buscando comprenderla como una sui generis ratificación de la vida. Y lo era y no. Identifiqué las distintas maneras en que mami, en ausencia, estaba presente en todas esas personas reunidas para abrazarla en el recuerdo. ¡Y esa presencia, así, rara, era vívida y auténtica! Las personas que la amamos y disfrutamos su exquisita sensibilidad, su lucidez e inteligencia, su comida y su risa, estábamos marcados por un impulso fuerte a buscar horizontes, a no detenernos en pequeñeces, a crear, a vencer dificultades, a reír en el dolor, a amar siempre. El recuerdo de mi mami es un impulso positivo en la vida de todos los que estábamos en esa iglesia esa tarde de verano. ¿A qué más?
Y viví la compañía de la gente y la presencia de mis hermanas y hermanos, aún de los ausentes, como una continuación del amor que ella me había dado.
La iglesia llena de todo. Yo también. Otro episodio de lo que siguió esa noche cuando regresamos a la vieja casona de madera está escrito en Mi padre y la Sombra: a un año de la muerte de mi madre