El tiempo de las rosas rojas

Relato de los últimos días de mi mamá, escrito para mis hermanas y hermanos que se encontraban en Chinandega, Honduras, Miami y Bélgica ese mayo de 1990.

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Para las angustias, para las tristezas, cuando nieva el tiempo sobre las cabezas y caen ilusiones, ese es el momento de las rosas rojas. (Rubén Darío).

Me estoy mejorando, me dijo con voz ronca.   Fue la última vez que la escuché.  No supe en ese momento que esa voz así era mejor que el silencio que le sucedería.  Era un lunes 30 de abril del año en que había ganado las elecciones presidenciales doña Violeta Chamorro y el proyecto revolucionario entraba al principio del fin.  Para mí, su muerte era el fin. 

¿Estaba triste?    Mis sentimientos burbujeaban desde un cuenco interno que tenía la profundidad de la angustia de mi madre en su lucha por sobrevivir.  Por instantes amargos, su soledad.  Sentía brutalmente la irracionalidad de la muerte, de esa muerte, de su muerte.

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Aviso no clasificado: ¡busco una casa!

Estas líneas, escritas el jueves 7 de noviembre de 1991, fueron un presagio de la casa de San Antonio de Coronado que compramos en octubre de 1996.

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https://youtu.be/kABmIWpnNzc?t=95

Mediana como mi ambición y estatura, busco una casa.  Con tres dormitorios porque somos tres quienes la necesitamos, una cochera para el carro que nos acerca amistades y paisajes, un jardín con flores para que, como el Principito, cada uno pueda regar su flor preferida, un patio para mis hijos, una sala-comedor-cocina para gozarnos en trío o con amigos.

No será difícil encontrarla porque no es extravagante y ni siquiera original la vivienda que busco.  No hace falta que tenga anchos corredores para mecer recuerdos en hamacas o techo de tejas que absorba el agua que moja y que bendice, como correspondería a mi idiosincrasia nicaragüense; tampoco distintos niveles y pisos como la construye la fantasía de mis hijos; ni figuran en mis requerimientos comodidades burguesas o excentricidades de artistas. Apenas la quiero clara, apenas la quiero lúcida, apenas la quiero blanca.

Que sea cuadradita: que cada ambiente perfile sus ángulos como cajitas de fósforos en armonía y sus paredes se dejen escalar por mi mirada, pensamientos, deseos y, por supuesto, por la risa de mis hijos.  Que el cielo raso me permita imaginar las estrellas de noche o la gestación de las gotitas de agua en el día y, finalmente, que los grillos nocturnos puedan encontrar asilo en sus esquinas.

Quiero una casa donde quepan mis susurros y mi amor se queme como incienso en los rincones.  Una casa que conozca del poema que no escribo, del dolor que no lloro, de las miradas que no apago.  En armonía con palabras como MUSICA, CIELO, POESIA, CARACOLES, LIBELULA, VIDA.  Y con rincones como PATRIA, AMIGA, HIJO, MADRE, PADRE, HERMANA, HERMANO, AMANTE.

Pero mi mayor requerimiento es que tenga una sola ancha y alta puerta de entrada -como la del Paraíso- que pueda ser abierta con una sola grande y negra llave -como la de San Pedro-.   En fin, una casa que no quiero habitar para dejarla ser ella quien me habite.

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