El tiempo de las rosas rojas

Relato de los últimos días de mi mamá, escrito para mis hermanas y hermanos que se encontraban en Chinandega, Honduras, Miami y Bélgica ese mayo de 1990.

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Para las angustias, para las tristezas, cuando nieva el tiempo sobre las cabezas y caen ilusiones, ese es el momento de las rosas rojas. (Rubén Darío).

Me estoy mejorando, me dijo con voz ronca.   Fue la última vez que la escuché.  No supe en ese momento que esa voz así era mejor que el silencio que le sucedería.  Era un lunes 30 de abril del año en que había ganado las elecciones presidenciales doña Violeta Chamorro y el proyecto revolucionario entraba al principio del fin.  Para mí, su muerte era el fin. 

¿Estaba triste?    Mis sentimientos burbujeaban desde un cuenco interno que tenía la profundidad de la angustia de mi madre en su lucha por sobrevivir.  Por instantes amargos, su soledad.  Sentía brutalmente la irracionalidad de la muerte, de esa muerte, de su muerte.

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Como ofrendas


Vengo del abrazo
de un hombre y una mujer
a sus treinta y pico enamorados.

El espermatozoide de ese vaqueano guapo, 
altivo, sano y bohemio 
se fusionó con el óvulo de una mujer iconoclasta, 
autodidacta, soñadora, laica.

Y nací.

Los dos protagonistas 
de esa cópula, mi cópula, 
delicioso proemio de mi vida, 
quedaron unidos por las montañas 
de su común pueblo natal, 
las rencillas familiares, 
la guerra civil primero, 
la insurrección popular después, 
los hijos, las hijas, 
los silencios y las despedidas
las necesidades y el amor.

Fueron honrados en medio de ladrones, 
íntegros en la fragmentación, 
limpios en la mugre,
disciplinados en la anarquía.  

Mi padre aportó camisas blancas mangas largas,
al paisaje de sucios y derrotados
y mi madre opuso veladas darianas
a las tardes de toques de queda.

Extendieron a su tiempo 
miradas de horizonte, 
y ambos dieron su rabia ante lo injusto
y su aprecio por todas las personas
como ofrendas para cambiar el mundo.

No hay ayeres ni mañanas,
ni vigilias ni sueños
que estén lejos de ellos.