Delia y el mar

Escrito el 17 de noviembre de 2020, 12 p.m.

Playa HermosaLuego de siete meses de pandemia, Delia y su marido regresaron a Condovac, como todos los años lo hacían entre octubre y noviembre. Salieron en la mañana del viernes 6 de noviembre.

Ella condujo su pequeño Suzuki Ignis desde su casa en San José hasta Playa Hermosa en Guanacaste.  Serían cinco horas de camino y claro, esto era una hazaña porque, a esa altura de su vida, ya sabía bien que manejar le generaba un no se qué, estrés, inseguridad.  

Necesitaba ver la inmensidad del mar, oír el rumor de las olas, oler lo salobre de la brisa, pisar lo apretado de los granos de arena.  Iba inquieta.  ¿Sentía el peso de las víctimas de la pandemia, de los bloqueos nacionales y de las depresiones tropicales que habían cercenado vidas y dejado a muchas familias hundidas en el dolor? No despotricó contra el virus del covid, ni increpó a la lluvia ni maldijo al viento.  Sabía demasiado bien que el verdadero desastre de fondo era la pobreza de las personas, la infamia de la desigualdad social.  

Era difícil decirse Voy de vacaciones.  Entonces musitó solamente Voy a ver al mar.  A Delia algo le pasaba y mucho le pesaba. ¿Se agregaba a la conciencia de los problemas sociales el peso del chunchero que llevaba en el vehículo y que le resultaba inexplicable?   ¿O eran los años acumulados, su reciente jubilación, el aire denso de esos días, la confirmación de que no siempre era como siempre?

Quería viajar ligera e iba llena de enseres.  Buscaba aire puro, no obstante, la neblina persistía.   Sentía necesidad de regañar, refunfuñar, pero no sabía a quién dirigir su enojo.

Tres días antes de su viaje el huracán ETA hizo desastres en Nicaragua, Guatemala, Honduras y puede decirse que también en Costa Rica; fuertes vientos azotaron grandes extensiones de la región y desde ese día todo era lluvia y lluvia y lluvia.  Lluvia y neblina.  Lluvia y noticias; la situación no era buena.  

La ruta 27, intransitable por fuertes derrumbes, se abrió en la madrugada del mismo viernes que viajaba y pudo ver algunos de los esfuerzos para rehabilitarla completamente.  ¡Ah, esos trabajadores que admiraba!    Mucha neblina; neblina que no había visto antes en esa ruta otrora luminosa.   Fuerte, cóncava niebla misteriosa, impenetrable. Poco a poco ganaba confianza en su conducción por la carretera que le reiteraba un susurro: Cuidado mi querida.   La niebla comenzó a ceder casi llegando al Puerto, el cielo continúo gris hasta Playa Hermosa.  Y el mar como un vasto cristal azogado / refleja la lámina de un cielo de zinc en Caldera.

El relativo poco tránsito la alivió. Desde la Junta de Abangares hasta Bagaces, obstáculos en la vía informaban que la carretera estaba siendo ampliada.   Al abordar la autopista a Liberia, Delia respiró profundo.  Más cerca del mar que de su casa, todo había ido bien.  La autopista le confirmaba que así seguiría siendo, el sol asomó por primera vez en todo el viaje y las nubes cedieron ante un tierno haz luminoso que le recordó aquel primigenio ¡hágase la luz!; pensó que debió ser así de tierno.

En la administración del complejo turístico le habían informado que todo estaba normal, igual a los años anteriores, pero no era cierto.  De muy pocas cosas se podía afirmar eso. La calidad de la atención desmejorada hablaba del despido de una buena cantidad de empleados y empleadas como efecto de medidas restrictivas por la pandemia.  La infraestructura deteriorada y la pequeña salida a la playa casi destruida por falta de mantenimiento.

El mar crecido y revuelto, la playa ocupada por troncos de madera de distintos tamaños y hasta por un pequeño barco encallado, fueron situaciones que Delia endilgó al ETA.   Vigilantes zopilotes en los techos develaban carroñas de animales del bosque también afectados por los fuertes vientos y por la merma del follaje de los árboles que les dan abrigo.  Las ardillas no estaban.  Muy pocos monos congos se oyeron lejos por la mañana.   Algunos pájaros remojados se acercaban al balcón de la villa buscando un techo.   Dos jóvenes garrobos comían en la copa de un cenízaro, donde antes sólo se veían monos a unas horas y ardillas a otras.   

Pero todo eso era lo de menos.  Se sentía viva, sana.  Como su compañero.   Como quizá lo hacían también los animales que latían con su mismo latido.  Como los árboles lastimados y el arroyo crecido. 

De regreso a su casa, le pareció que los días en el mar sólo fueron ese instante en el que su marido, los animales, los árboles, el arroyo, el mar y ella se acurrucaron buscando cobijo entre la misma sábana.

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