Domingo 21 de marzo de 1993, 6.30 p.m. / Transcripción: viernes 20 de agosto de 2021 / #YoMeQuedoEnCasa
Los sábados, muy temprano, hago compras en la feria del agricultor. Frutas, verduras, semillas y flores refrescan mis pupilas con su estética inigualable. Me pierdo en laberintos de cebollas cobrizas, de brócolis apretados de verde y de un hermoso señor con hermoso sombrero que me da agua de pipa. Resisto a la belleza del anaranjado de la zanahoria, el morado de la berenjena o el rojo de los mangos maduros, como no lo lograba al comienzo de mis incursiones en este ambiente vibrante. Sé, ahora, que compraré y el tope del dinero disponible me condiciona. Por la tarde trabajo hasta las 5 en la OPS.
En las noches hacemos una lectura común con mis hijos, vemos una película generalmente mala, o salimos al teatro donde, algunas veces, nos toca una buena función. Ayer fuimos al Arlequín y, más que el teatro, disfrutamos las risas entre nosotros, la caminata por San José. Somos un trío apiñado y eso, a veces, me preocupa pero, sin juicios, digo: es así, estamos apiñados. Ver la cara de Enrique o recibir el abrazo de Juan Luis después de cada día de trabajo es algo que espero y necesito. A veces, solo el pensarlo me hace aligerar el paso o tomar un taxi con urgencia.
Los domingos hacemos limpieza profunda en el pequeño apartamento de Condominios Topacio. La mayoría de las veces estoy animada, cantando y dando orientaciones que amenazan convertirse en problemas cuando veo lo difícil que es, para los muchachos, hacer los quehaceres que les tocan. Respiro. Pienso en una flor y me comprometo conmigo a no tirar la gorra porque sé que esto va para largo.
Justo en medio de la escoba, el lampazo, la ropa sucia, los platos, los libros desordenados, las increpaciones a los hijos, mis fantasías se dan cita mientras el apartamento va quedando ordenado, limpio, bello, listo para cobijarnos la semana que inicia mañana.
Sola en mi dormitorio, el epílogo del domingo es igual al de todos los días de la semana: me desbordo en agradecimientos a la vida por sobrevivir a la ausencia del amor, por las risas de mis hijos, sus uniformes, sus cuadernos, mi trabajo, las sábanas limpias, la música suave, el incienso. Estoy completa o no soy nada y, en ambos casos, no sé si existo, soy, siento, tengo historia. Liviana me uno a las estrellas, los peces, las personas con quienes he estado ese día y otras de otros días y otras épocas, conmoviéndome. Bendigo al amor reiteradamente hasta conciliar el sueño. Su ausencia me dimensiona su magnitud.
Amo el dolor de esa fantasía, acepto morir o enloquecer por esa fantasía. Ella expresa reivindicaciones nobles, tiernas, atávicas: lo genial y lo sublime, lo tenue y lo concreto, la locura y la inocencia. Acepto que eso es lo que tengo entre las manos, mi fantasía, es lo que la vida me permite y así la quiero. También la soledad que supone.
Talvez por esta mi vida en fantasía es que mis pasos, coherentes y equilibrados para otros, para mí son fantásticos, caóticos, extraordinarios, luminosos; e igual que mi necesidad, son atrevidos de andar tan inseguros. Hay una tensión que mueve cada nervio, cada músculo mío, una búsqueda intrínseca en cada despertar y en cada uña, un susurro en mis células, un oráculo apretado en mis huesos.
Lloro en mi almohada. Antes de nacer fui una laguna quieta que la despertó un abrazo: el de mi padre con mi madre. Ellos no supieron de mi turbulencia.