Un punto, un minuto

El sol sale al este.

Estaba frente al sol.  A la izquierda el norte, a la derecha el sur.  Eso le había enseñado su hijo el menor para ayudarle en su desubique, esa manera tan suya de ser y estar, vivir y convivir, sentirse.  En su casa, entonces, el invernadero estaba al noroeste del terreno, la huerta al sureste.  En la ciudad, a donde poco iba, las avenidas corrían de este a oeste, las calles de norte a sur.  No debía olvidarlo, no quería seguir pareciendo chiquilla tercermundista en un cuerpo de adulta menopáusica.

No era prudente seguir confiando que en algún momento llegaría a un punto conocido.   El pie izquierdo acostumbraba a jalar al derecho y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda, formando esos sus pasos que por naturaleza iban, seguían, tropezaban, venían, descansaban, volvían buscando un lugar donde llegar, un punto que fuera su motivo, su sentido.   ¿Es acaso que ese lugar estaba hecho de tiempo? ¿Cuál de todos los momentos sería ese punto? ¿O esa confluencia de dónde y cuándo? ¿Y al llegar a ese lugar, lo reconocería? ¿Aunque nunca hubiera estado ahí? ¿Cuál era ese punto donde se dirigía?  ¿Cómo se orientaba?

Su mirada se le iba tras los tonos de la colección de crotos de la casa de su amiga, o los dorados de los atardeceres del verano, o los plateados de la luz de las lunas de octubre sobre la hiedra del patio.  A su madre la recordaba en el verde esmeralda de la vida, y a los hijos en la luz proyectada por el sol en cualquier hoja, lagartija, cualquier sombra, cualquier calle, la cuneta o el garaje, cualquier lugar o rendija.   Iba y venía en un mundo de colores y formas que tenía un sentido que no había nombrado y tampoco tenía idea con qué abecedario formar las palabras precisas. Sentido.  ¿Sería esa la clave? ¿Su modo de orientación sería ese sentido?

Dónde, cuándo, cuál, por qué, para qué, cómo, eran un catálogo sui-géneris de puntos cardinales, señales de las calles de su vida, migajas de pan de su camino.  ¿Serían el sentido?

El crepúsculo se le pegaba en el cuerpo y algo como desolación, orfandad, desasosiego o parecido le llegaban con él. Quizá era sólo desorientación lo que sentía.   Vulnerable se ponía a chillar como una niña, siempre le pasaba lo mismo, sólo que algunas veces lo ocultaba.  Aún en su casa, en esos momentos en que la luz, de a poco, seducía a las sombras, cuando no era ni la una ni la otra, se perdía en esa danza dual de los sentidos. Su desconsuelo era mayor con las noticias de inundaciones en el sur, los maullidos de la gata, las calas que no crecen, los muertos que no esperan, los vivos que se ausentan, las leñas que no secan y, en fin, los sucesos del día.

No había modo, se encontraba perdida en ese territorio tan sin puntos cardinales.  Sin este ni oeste, proporciones, distancias y, de pronto, además, se encontraba sin pasado, presente o futuro que eran lugares a donde acudía y no trozos de tiempo incomprensibles.  Balbuceante, entonces, buscaba en su interior los delicados contornos del dónde, cuándo, cómo, por qué, y en ellos encontraba alguna orientación, cierto sentido.   Solas preguntas solas, pero vivas.

El sol sale al este, se decía, el invernadero está al noreste, se fue el sol, pero regresará, la noche llegará con esa identidad de luna conocida, y luego vendrá el día calentito y sentado en ella misma. Sólo hay que esperar.  ¿Esperar sería el punto que buscaba?

Esperar era esperar, quedarse quieta buscando un equilibrio, convivir con las formas, las luces y las sombras, los sonidos.

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