Agua filtrada en las paredes,
invitación a tiempo
o visita esperada,
parece esta noche fluida
de caricias maternas.
Hay estrellas.
Un gato gris y solapado en el muro del patio
evidencia el enigma,
y el pájaro que huye
es mi vida pequeña que tembló en su regazo.
Mi hijo dibuja “los tres músicos”
y dice que él puede imitar a Picasso
mientras yo la recuerdo;
y esta loca esperanza
emerge de los tonos
de su voz declamando a Neruda, Darío,
Gutiérrez Nájera, García Lorca.
Hace ya mucho tiempo
que no toco una piedra de río;
la “Serenata de Shubert” no comienza,
y no están sus dedos hilando pedazos
de mi vida para formar sus cuentos.
Estos inviernos mis hijos no escuchan su risa,
y recogemos, entre los tres, pedazos de aire
para juntar sus versos;
referencias de ternura infinita:
su voz potente y su piel suavecita.
Desde hace demasiado no camino descalza
en la playa del lago,
tampoco juego con la muñeca que me regalara
ni volví a decir “mami”, más que en sueños,
“El Cristo de Velázquez” no retumba en el aire.
Se fue para que las galletitas de limón
quedaran exquisitas
en mi memoria
que día a día la recuerda
cocinera, inmensa, transparente,
risueña, pícara, comelona, trascendente.
A una mamá redonda, 1992
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