Cosas de la memoria en octubre

Acuno notas musicales que se esparcen 
con la lluvia de octubre
por mi casa,
mientras abrazo la palabra hermana
con todo y esa hermana muerta y viva.

Disfruto mariquitas posadas
en los arbustos de mi memoria
tanto como la salamandra
que un día Enrique escogió como mascota.

Soy fan de los pollitos picoteando sus huevos
rasgando, rompiendo, naciendo....,
y de las hormigas que en sus espaldas
llevan todo el mundo.

Convivo con la mirada que un día me dirigió
un monito carablanca,
y con aquel perro callejero
que al mirarlo me acercó
sus calles recorridas,
sus patas incansables, su inocencia.

Me enternece
la pelotita de la tierra
que el globo terráqueo de mi cuarto
me evoca.
No estoy lejos del punto
en que copulan meridianos con paralelos,
continentes con océanos,
ríos con tierra firme.

Con igual cariño siento la galaxia de Andrómeda
y la distancia con ella y todo,
todo lo que puedo encontrar en esa lejanía:
lluvias torrenciales, estrellas y ventiscas,
músicas
y todos los encuentros y los desencuentros
cincelando mis días.

Me es imposible prescindir
de los niños que nacen,
de los pobres que mueren,
el viento frío de la noche que llega,
el beso limpio que me dieron un día.

Y oigo mi dolor que canta su bom bom
con el instrumento de mi corazón.

Reserva Absoluta Cabo Blanco

Escrito el sábado 6 de abril de 1995.   Dedicado a mi hijo Enrique que me acompañaba en ese paseo y a mi nieto Leo, que aún no había nacido.

Transparente-azul el mar que al retirarse nos dejaba entre rocas y agradables vaivenes de aguas espumosas,  irregulares cajas de sorpresas que, mi hijo Enrique y yo, recorríamos y hurgábamos. Cielo limpio.  Se trata de la Reserva Absoluta Cabo Blanco en la península de Nicoya a un día de camino desde San José entre jeep, ferri, jeep y unos últimos 2800 metros a pie hasta llegar al albergue.

Estuve en ese entorno por un rato y, de alguna manera, sigo ahí, igual que los cangrejos ermitaños en la costa y las lagartijas con su coqueteo de tela de cebolla; en los pocitos de saladas aguas, parece que aún nado con las mantarrayas o que aún estoy prendida del musgo de una roca como ostra y almeja que se nutre del plancton….  Correteo con los mansos peces que mi hijo seguía por los alegres laberintos de sus cuevas: los amarillos lo llevaban hasta los azules, azules intensos; y siguiendo a los negros nadaban los multicolores. 

El mar se mecía suavemente y mis ojos miraban al poniente un atardecer de sinfonía porque, en simultáneo, la luna iba asomando su forma taciturna en el oriente.  Luego llegó la noche entera y cálida y, mi nombre y mi historia se extendieron sobre la arena blanca de la playa.  Y me quedé, alegremente suelta, sola de sugerencias, dormida con mi hijo y el sonar de las olas de trasfondo. 

Amaneció primero en mi mirada. Arriba estaba lleno de acrobacias:  las lapas y el oso perezoso hacían su rutina en una rama, y los curiosos monos congos subían y bajaban por árboles de níspero y pochote sin llegar a nosotros, quizá por respeto al garrobo gris que, como un gato reptil, cuidaba nuestro despertar en el sleeping.

La risa rebosante de sorpresa por la vida que con vida nos daba su belleza, los tonos adecuados, los olores más suaves, la brisa que acaricia, la armonía.  Ahí estoy todavía y, aquí, soy la de antes: redonda piedra blanca un poco más curtida por el sol, pulida por la sal, dúctil para el viento y el tiempo, conmovida ante el mar.