Su seno izquierdo era un conejito blanco asándose a fuego lento. Saltaba queriéndose salvar de inexplicables llamas, chillaba de un ardor desconocido.
Lo veía tan tierno, débil, herido. Le decía cosas lindas, suavecito, sin saber cómo sanarlo, ayudarlo, comprenderlo, apaciguarlo. Lo sostuvo por la parte de abajo, pero arriba, a la altura del corazón, era imposible, su conejito estaba tan sensitivo que no lograba ni rozarlo con un dedo.
El electro mostró alteración del ritmo cardíaco. Y aunque el médico la encontró muy ejecutiva, se enteró de su estado emocional y físico y, sin querer asustarla, le habló de la posibilidad de un infarto y le instó a tener calma, descansar y tomar píldoras, no sin aconsejarle que se diera cuenta que sus hijos, que la vida, que ésto, que lo otro y el estrés.
En realidad, no se asustó. Sabía que no tenía nada en ese lugar, valiente y palpitante, que con sus bom bom la había acompañado todos los días de su vida. Nadie en el mundo, más que ella, podía entender el modo de protestar por la ausencia de besos, de su seno izquierdo. Ese tuquito del cuerpo se le iba, explotaría en cualquier momento, estaba pesado y ardiente, sin duda lo perdería de esa manera, no lo veía albergar falsas esperanzas o hacer negociaciones vanas.
Recordaba momentos en que su querido seno izquierdo, con su loquísimo y travieso pezón que al final lo hacía tan completo, había sido buena compañía. Agradecía su coquetería histórica, pero le reclamaba exponerla, de ese modo, a situaciones difíciles. Una era ésta, frente a un médico amable pero extraño, lejos de la tibieza de su dormitorio; otra fue ante los terribles llantos de su hijo el menor recién nacido, ella acudía a su demanda con el seno izquierdo dispuesto pero el pezón se negaba a obedecer y la ponía nerviosa, muy nerviosa, hasta que finalmente su generosa teta derecha respondía por lo que la izquierda negaba.
En el preámbulo de la fiebre se durmió y soñó. Primero estaba en un bosque. Sus pezones suspiraban como pichoncitos de codorniz. Desnuda, sus pechos convocaban las hojas de otoño que, a su vez, captaban, admirablemente, el modo en que debían caer. Luego disfrutaba el fondo de un océano, exótico y abundante en caracoles, estrellas marinas, medusas, pulpos, caballitos de mar que vagaban entre sus piernas y miríadas de pececitos besaban sus pechos provocándole alegrías redonditas.
Estaba feliz, mientras la fiebre y la noche avanzaban por su piel y explotaban en ampollas de un herpes doloroso extendido en su pecho izquierdo, desde la zona del bom bom bom hasta donde empezaba su otrora travieso pezón. Pero en medio de la fiebre, los ardores y las píldoras, conversaban de cuentos impúdicos que conocían bien.
Su conejito blanco sanó, lo acariciaba tres veces al día con una pomada amarilla. Habían protagonizado otra historia de amor y temblor, de fuego, pero seguían juntos, aunque todavía está pálido, todavía está triste.