Irasema era la diosa de la laguna que ahora lleva el nombre de su amante, Abaeté. Irasema se enamoró de Abaeté, un pescador mortal. Lo amó con fuerza inmortal, escandalosamente, cada vez que el pescador se internaba en la laguna en su búsqueda o cuando ella entraba a la playa convertida en brisa. Sus pieles al juntarse tenían la tersura de los peces más finos.
Irasema cuidaba todas las lagunas de la zona, que son muchas y, en ese trabajo, su más importante función era mantener la vibración de las aguas superficiales, así, como encaje movido por ventisca, como si la laguna temblara o estuviera surcada por pececitos plateados que van y vienen formando fractales luminosos. Cuando una ve la laguna vibrar puede comprender qué importante era el trabajo de Irasema.
Un día, Irasema se fue en sus acostumbradas giras laborales, y tuvo que quedarse más tiempo de lo programado hasta devolverle voluptuosidad y ritmo a una laguna que quería quedarse triste, como quieta. Cuando regresó encontró que Abaeté estaba con otra mujer. Su corazón se rompió y quedó deshecho en forma de pequeños cuarzos que bajaron uno a uno hasta el fondo de la laguna, cuarzos que formaron un espejo en lo profundo.
Aboeté se acercó a la laguna, estaba contento con su nuevo romance, se vió bello en ese espejo y se quiso mirar más y más, sin saber que en realidad se estaba mirando en el corazón destrozado de Irasema, hasta que de tanto mirarse a sí mismo se cayó en la laguna donde dicen que todavía puede vérsele.
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Nota: este cuentito está reelaborado a partir de historias orales que escuché en Salvador Bahía, Brasil, un día de tantos.