Flor de madroño

Cuando nos acercamos al cementerio de Chinandega, ese martes 18 de enero, en el vertedero municipal, justo detrás, hacían una quema de rutina.  De ahí provenía una espesa y pestilente columna de humo negro que volvía más rudo el final de aquel cortejo fúnebre.

El paisaje caótico en la tierra que pisábamos, también lo era en el aire de las 11 de la mañana de ese pueblo fronterizo y caliente.  Un viento moderado se llevaba la nube negra en dirección contraria y, de forma intermitente, me permitía sentir un refrescante olor a madroño.  A flor de madroño puntualizó el poeta Pedro Rafael, quien también me alertaba sobre las mierdas de perros a lo largo de esos dos kilómetros de calle que, desde la Iglesia de San Agustín, en línea recta, nos llevaban, caminando, hasta el cementerio de la ciudad.

Por ese aroma a flor de madroño soporté el humarascal del basurero que parecía mostrarme la cara sórdida de la vida de mi hermano, y el rostro tétrico, puntual e inexorable de su muerte.

Ese perfume de flor de madroño salió a mi rescate.  Me confié a él como una niña. Confirmé que no es cierto que todo está perdido cuando está perdido.  Y a pesar del despiche de vida en la última década, mi hermano era capaz de juntar voluntades, gente que se abrazaba y conversaba las pequeñas y grandes historias sobre él que cada uno poseía. Historias que versaban sobre cuentos y chistes, clases de guitarra, aventuras y lecturas, intrepideces necesarias e innecesarias, décimas improvisadas sobre cualquier cosa, canciones cantadas, excentricidades. Viejos amigos de pueblo lo despedían con discursos y poemas, sus sobrinos con guitarras y canciones.  Dos inexplicables mujeres, de sectores antagónicos, le manifestaban un amor irregular e insólito.  Se iba armando, en conjunto, un cierto rompecabezas de su vida con piezas talladas con ese material misterioso y conocido –barro lo llaman- del que todas las personas provenimos.

Fue un cortejo pobre, digno, sencillo.  Con muchos crisantemos, rosas y margaritas, lirios y claveles llevados por la gente. Presidíamos sus hermanas y hermanos en un grupo compacto, sereno, limpio, luminoso, perplejo, amoroso y compasivo.

No era un político ni un adinerado el que enterrábamos.  Y hacía rato había dejado de ser sociólogo, teólogo, cantautor, profesor, señor, doctor, escritor, papá, marido, hermano, amigo, vecino. Lejos estaba Bélgica, Francia, el convento de los dominicos, Guatemala, Costa Rica, las cátedras universitarias, las noches de guitarra, las veladas poéticas, las fiestas familiares.   Era simplemente una piltrafa humana, un poeta de mierda, un patriarca sin poderes, un ser oscuro en la oscuridad del Danielismo, un hijueputa más de Nicaragua.  Un casi harapo de hombre que se revolcaba en el lodo de los cerdos, se lavaba la cara con la miada de los perros y se arrodillaba para bendecir a una gallina.  Y también un pobre diablo arrinconado por circunstancias de esta nuestra sociedad patriarcal que tira la piedra y esconde la mano, que forma y deforma y luego abandona.

Solo hasta el desamparo de sus huesos.

Esa realidad estallaba en mis sentidos por el olor del madroño y me hacía valorar la gratuidad de las fieles personas que nos acompañaban y las manos fraternas de Walter, mi hermano menor y de Eddy, mi cuñado mayor, apretando las mías.

¡Cómo hubiera querido que mi hermano despertara un poquito para ver ese grupo de gente sencilla y hermosa que su muerte convocaba!  ¿O lo veía?  Las fuentes del consuelo son tan locas que cualquier cosa yo podía decirme para cerrar un poco la abierta válvula de mi dolor.

Su alcoholismo lo había colocado en una situación donde acompañarlo era una dimensión desconocida y me quedé sin códigos para acercármele, y de vez en cuando sólo cruzamos poemas, intermitentes sonetos que salían de su abismo en pausas de sobriedad.

Una a una perdió todas las identidades menos la de poeta.  Esa fue más fuerte que su vicio y transcendió su vida.  Esto tiene sublimes dimensiones imposibles de sostener entre las manos.  Gratitudes difíciles de explicar. Ternuras a borbollones que parten de él y vuelven a él en un tiempo que se llama amor y que es ahora.  Un amor que lo sana y lo bendice y le agradece para siempre.  Que salta la distancia y lo acompaña.  Y por eso, sólo por eso, es que lo visualizo feliz y luminoso, a ese, mi hermano, el Abelino tan impostor y tan él mismo.  El oscuro luminoso, el roto entero, el sucio limpio, el muerto vivo.

¿Fue un hombre en esa década perdida?  Esa escoria, ese pedazo de nada deambulando arruinado, cagado, miado, descalzo, mugroso, tropezando, golpeado, pendenciero, ¿era un hombre?  ¿Era un hombre esa sombra de nadie que merodeaba en los alrededores de Bello Horizonte, del mercado Iván Montenegro, del Hospital Militar de Managua cuando se escapaba del centro de rehabilitación alcohólica?   ¿El que escapaba desnudo de las casas donde le daban albergue?  ¿Era un hombre ese tramposo, libidinoso, sátiro, mentiroso y manipulador?  ¿Ese trompeado varias veces por delincuentes, herido, malmatado, encarcelado?  ¿El miserable que sólo cargaba un infierno en sus espaldas, era un hombre?

La pregunta se quedó sin propósito cuando yo misma respondí fue un poeta, mientras Walter José, mi sobrino, su sobrino, al borde de su tumba, entonaba ese “Levántate y mira la montaña, de donde viene el viento, el sol y el agua….”, la nube de humo negro avanzaba sobre las barriadas colindantes con el cementerio, y el perfume de flor madroño relajaba suavemente la tensión de mis sienes.

 

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