El futuro

Estoy en el futuro.  Dos mil veinte y uno es el futuro de aquella niña de abundantes rulos negros que iba a la Escuela del Calvario en Chinandega.   El tiempo del calendario no ayuda.   Otro tiempo se posiciona dentro mío tumultuoso, arcaico, rebosante, inexplicable.

Lejana de alguna mí misma, en mi futuro.  Viajo desde otros tiempos, para visitarme en este día de este año en el que escribo; vengo de los sesenta, apenas emergiendo perezosa de la telaraña de los versos que tejía mi mamá redonda; quizá también de las décadas de los ochenta y los noventa en las que fuí  la adulta de los hijos pequeños y los amores grandes.   Y busco una conexión, no anecdótica, con la mujer que ahora soy, la de hijos grandes, amores pequeños y abundantes rulos blancos.

liriosNo se si yo soy yo.

En mi casa de mujer de hijos grandes y abundantes rulos blancos sembré unas plantas de lirios amarillos, de esos que parecen mariposas.  Las ramas que planté se habían desprendido de una mata mayor y estaban por ahí, tiradas.  Las voy a replantar, dije cuando las vi, y no lo hice sino hasta hoy.

Los lirios son una suerte de lámparas de Aladino de las que surge la niña de rulos negros. Me sorprende el cosquilleo de su germinar y en ellos el tiempo sigue rebosante. Y también en la niña que fue a la Escuela de El Calvario en Chinandega.   Hago un hueco en la tierra del patio y pongo las ramas de lirio para luego despistarme; me dedico a otras cosas, como la mujer de hijos grandes y pocos amores que soy; cosas como tomarme a sorbos una taza de café paseándome por la casa como lo hacía el padre de la niña de abundantes rulos negros, bañarme, ir a la peluquería donde me lavarán el pelo y me harán el pedicure, hacer una ensalada para el almuerzo.  Y así pasará hoy y pasará mañana.   Y no sé cuándo, muy próximamente, me acordaré de los lirios que planté e iré al patio.

En un acto íntimo las ramitas se prenderán a la tierra enterrando sus raíces. Quizá por eso las dejo solas con su quehacer genuino; y al cabo de varios días florecerán…. El tiempo pasa, podré sentirlo en el fulgente amarillo de los lirios; su efímera presencia me traerá ecos de la mujer de hijos pequeños y muchos amores y también de la niña de abundantes rulos negros.

Cuando vea las ramitas turgentes, sueltas al viento sus alargadas hojas verdes, agarradas a la tierra más firmemente de cuando la dejé, habrá llegado el futuro de todos los futuros y con él la niña flaca de muchos rulos negros que fue a la escuela en Chinandega y se recrea en los lirios que prendieron en su patio.  El pasado claramente será la mujer de hijos grandes y abundantes rulos blancos que hizo el hueco en la tierra para que crecieran lirios.

Mi padre y la Sombra: a un año de la muerte de mi madre

perra paridaEsa tarde la Sombra andaba loca; hacía cortos, ansiosos y repetitivos recorridos por la casa y no había querido comer en todo el día; dijo mi papá que su parto sería pronto.  A las siete de la noche nacieron los primeros dos perritos y, a las once, ya eran nueve hermanos.   Como telón de fondo una abundante lluvia chinandegana, de esas que braman sobre los techos de zinc, absorbía cualquier otro sonido.

La Sombra había parido en un hueco hecho por ella en el patio y el agua amenazaba con meterse. Mi papi se levantó cuando empezó el aguacero y quizá alertado, de no sé qué manera, del parto de la perra.

Cubierta por el estruendo del agua y la penumbra, salí sin ser notada; quería ver qué pasaba, temía que mi padre se resfriara.   El viejo, en calzoncillos largos y camisola de tirantes, cubriéndose con una toalla blanca su cabeza blanca, parecía un fantasma moviéndose bajo la noche lluviosa; ayudaba a la perra a transportar sus crías treinta metros más allá, para ponerlos bajo techo en la vieja bodega de mi madre.   Mi papá es la única persona que puede hacer eso: acercársele a la Sombra recién parida y coger a los perritos sin alterarla;  a pasitos tun tun llevaba dos, llevaba tres crías en la cuenca de sus manos.   La perra echada, junto a sus hijos, lo veía de cerquita y yo desde la oscuridad del corredor de la casona de madera, la pródiga casa de tablas.

Los ojos de la perra confluían con los míos en la figura del viejo y, al borde de las lágrimas, sus pupilas brillaban en la noche mojada, al tiempo que los tres compartíamos, estoy segura, un sentimiento de ternura hacia los recién nacidos.   A la Sombra y a mí, además, nos unía un profundo respeto y admiración por el viejo al que tanto le importaba la vida de los cachorros.  No obstante, a pesar de los cuidados, un perrito murió y la perra seguía tumbada junto a su hijo muerto, mientras veía cómo mi padre  terminaba la evacuación del resto de su camada.   No quería moverse, mi padre le palmoteó las nalgas para que fuera a atender a los ocho perritos vivos que ya estaban en la bodega del patio.  La Sombra obedeció cansinamente.

Me fuí a la cama tan sigilosa como llegué, pensando en mi padre remojado bajo la lluvia y en los perritos que, secos y en un rincón de la bodega, iniciaban su vida.  Y bendije la escena.  Y a la lluvia de principios de mayo. Y a mis ojos que me permitieron ver el epílogo del día en que mi madre tenía un año de faltarnos.