Esa tarde la Sombra andaba loca; hacía cortos, ansiosos y repetitivos recorridos por la casa y no había querido comer en todo el día; dijo mi papá que su parto sería pronto. A las siete de la noche nacieron los primeros dos perritos y, a las once, ya eran nueve hermanos. Como telón de fondo una abundante lluvia chinandegana, de esas que braman sobre los techos de zinc, absorbía cualquier otro sonido.
La Sombra había parido en un hueco hecho por ella en el patio y el agua amenazaba con meterse. Mi papi se levantó cuando empezó el aguacero y quizá alertado, de no sé qué manera, del parto de la perra.
Cubierta por el estruendo del agua y la penumbra, salí sin ser notada; quería ver qué pasaba, temía que mi padre se resfriara. El viejo, en calzoncillos largos y camisola de tirantes, cubriéndose con una toalla blanca su cabeza blanca, parecía un fantasma moviéndose bajo la noche lluviosa; ayudaba a la perra a transportar sus crías treinta metros más allá, para ponerlos bajo techo en la vieja bodega de mi madre. Mi papá es la única persona que puede hacer eso: acercársele a la Sombra recién parida y coger a los perritos sin alterarla; a pasitos tun tun llevaba dos, llevaba tres crías en la cuenca de sus manos. La perra echada, junto a sus hijos, lo veía de cerquita y yo desde la oscuridad del corredor de la casona de madera, la pródiga casa de tablas.
Los ojos de la perra confluían con los míos en la figura del viejo y, al borde de las lágrimas, sus pupilas brillaban en la noche mojada, al tiempo que los tres compartíamos, estoy segura, un sentimiento de ternura hacia los recién nacidos. A la Sombra y a mí, además, nos unía un profundo respeto y admiración por el viejo al que tanto le importaba la vida de los cachorros. No obstante, a pesar de los cuidados, un perrito murió y la perra seguía tumbada junto a su hijo muerto, mientras veía cómo mi padre terminaba la evacuación del resto de su camada. No quería moverse, mi padre le palmoteó las nalgas para que fuera a atender a los ocho perritos vivos que ya estaban en la bodega del patio. La Sombra obedeció cansinamente.
Me fuí a la cama tan sigilosa como llegué, pensando en mi padre remojado bajo la lluvia y en los perritos que, secos y en un rincón de la bodega, iniciaban su vida. Y bendije la escena. Y a la lluvia de principios de mayo. Y a mis ojos que me permitieron ver el epílogo del día en que mi madre tenía un año de faltarnos.