En el cuento de las mil y una noches de su vida abundaban fantasmas. Fantasmas que le daban convicción, alegrías. Y algunas veces, rabias.
Empezaron a existir cuando en la Nicaragua insurreccionada de antes de 1979, sus amigas y amigos fueron cayendo[1] en la lucha contra la dictadura de Somoza.
Fue entonces que comenzó a sentir vivos a los muertos.
De Mariana recordaba su presencia esbelta, su mirada clara, su terquedad. Su arrechura imponiéndose sobre sus lágrimas ante las injusticias que las circundaban. Los doce años que tenían ambas era suficiente edad para escribir poesía a cuatro manos, perderse en las comarcas del municipio de Chinandega y atender grupos de personas adultas, a las que enseñaban a leer y a escribir. Sentían gusto de ser dos y ambición por cambiar el orden de las cosas. ¡Eso era lo fundamental de ser amigas!
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