A una linda gallina que conocí en La Paz Centro
Con todo su cuerpo emplumado sería una gallina mediana de 1 o 2 libras de peso, pero apenas llegaba a los 30 centímetros de alto y las únicas plumas, disparejas y rojas sobre su piel traslúcida, las tenía alrededor de su rugoso pescuezo. Chiquiona, nalgolcita, coqueta. Eran elegantes cada uno de sus pasos en el predio mientras buscaba lombrices, gusanos o granos que comer; su estampa podría ser producto de una mutación que la hacía superior o inferior a las demás, daba igual, aunque su falta de pudor y su inocencia eran escandalosas: hasta el pulloncito del almizcle se le observaba completo.
Las otras aves mantenían distancia, les resultaba sospechoso verle la piel lustrosa untada de poritos lisos; ni siquiera los gallos la volvían a ver de modo que su presencia transcurría sin imprevistos. ¿Quizá respetaban su rareza? De cualquier modo, ella vivía con altanería de princesa.
Aún con todo, parecía no tener problemas sentimentales. Comunicativa y amplia, aunque sola, llevaba la vida normal de una adulta en su corral. O al menos lo parecía. Supe también que era virgen lo cual significaba que nunca iba a coger calentura por 21 días en el nido hasta que salten 20 o 30 pollitos diciéndole pio pio, y tampoco su calidad de gallina podría ser medida por el número de huevos puestos en la vida. Todas sus congéneres tenían récords de 40, 50 y hasta 60 huevos que empollar cada dos meses y, entre ellas, la Charitín se desenvolvía asumiendo códigos colectivos como levantarse al alba y acostarse apenas se pone el sol.
Es difícil ser gallina en esa situación y, como a nadie le falta un ángel de la guarda, su dueña la protegía de gallos y gallinas con plumas y sobre todo de ladrones del pueblo que veían en ella un bocado listo para la olla porque ni siquiera les daría la molestia de tener que desplumarla.