El primer año de nuestra nieta ha servido para seguir paso a paso, y en directo, la evolución del ser humano, el homo sapiens sapiens. En 12 meses se condensan 20 o 30 mil años de rodar de las manadas de seres humanos.
Las primeras semanas son de lloros, señal de necesidad o incomodidad. Como a los seis meses comienza el descubrimiento de los sonidos que emanan de nosotros y de ahí en adelante se desencadenan los ensayos, descubrir que podemos tener cierto control sobre ellos, podemos hacer que aparezcan y se esfumen en instantes.
Otro paso, en el segundo semestre de vida, es la iluminación de que con ciertos sonidos producimos ecos del entorno, sonidos que tienen algún cantito según el ritmo tonto que adoptamos los adultos para dirigirnos a los bebés, colmado de “itos” e “itas”.
De repente aparece que podemos articular los sonidos y de afuera nos ayudan tirándonos algunas palabras. Anaí captó primero “agua”, a-u-a. Reconoció esa articulación y la repite, y un poco más allá viene el trascendental momento en que esa articulación se vincula con la imagen del agua. ¡Fundamental!. Ella ya sabe que dice «agua» cuando tiene sed, «agua» cuando la sorprende el ruido de la lluvia, «agua» cuando va a meterse a la bañera de color amarillo de la casa del abuelo y la abuela. Quiere agarrar el agua con sus manos mientras está sentada en la bañera, una y otra vez lo intenta, sigue en esa tarea y poco a poquito descubre que puede tocar el agua pero no agarrarla. Es un proceso minucioso, paulatino, firme.
Mientras escribimos ésto, ella está en lo suyo: alcanzar lo que ve, curiosear las gavetas, tocar absolutamente todo a su alrededor, ubicar con su mirada los recorridos de su vida cotidiana, pedir agua, llamar a mmmmammmammama o a ppppaapppapa con sus labios pegaditos que se sueltan con el «ma» o el «pa» final, reir, fruncir la nariz o hacer ojitos, gatear en posición de cangreja, comer con buen apetito, lloriquear si algo le molesta, estirar sus brazos para que la levanten y ejercitarse con sus patitas locas para intentar caminar por sí misma.
A ésto último nos referimos. Todo depende del equilibrio de su cuerpo, la articulación entre su cerebro y sus movimientos (que no van a la par) y la fortaleza de sus piernitas…. Y es impactante cómo necesita ejercitarse y ejercitarse y ejercitarse y ejercitarse…..esfuerzo y esfuerzo y esfuerzo y esfuerzo y más esfuerzo. Si estuviera en Chinandega veríamos gotitas de sudor en su frente. Ella hace esfuerzo con todo su cuerpito, montón de veces, su próxima meta es esa, caminar, y toda ella lo sabe (¿de qué manera lo sabe?), por eso insiste e insiste. Analogía de toda la vida. Sólo repitiendo algo muchas veces logramos éxito en nuestro desarrollo propio y en nuestras metas. Origen del Kung-fu chino que acuna este principio desde la filosofía, la disciplina y la espiritualidad. Pero Anaí aún no sabe que «eso» es su esfuerzo y su mérito.
Su graduación de Sala Cuna, el pasado sábado 10 de diciembre, es un reconocimiento a sus logros y otra analogía de lo que le espera y nos espera a todas las personas.
Ayer la veíamos arrastrar su sillita plástica con ahínco, concentración, dedicación, y usarla como la «andadera» que necesitamos cuando estamos re-viejos y re- viejas y nos tiemblan las piernas. Igualito. Otras veces pareciera que sólo depende de «algo» emocional, un puntito de apoyo, en algunos pocos momentos casi leve, como agarrarse del dedo meñique de la abuela o el abuelo y caminar un poquito con sus patitas todavía estrábicas; prácticamente es ella sola la que camina pero con la sensación de que está siendo sujetada.
La cultura trae consigo los mapas de la seguridad, los primeros. Algunos quedarán para siempre, otros se irán superponiendo y en la medida en que la cultura avanza, la sorpresa desaparece, la concentración se esfuma como algo vital. Comienza la era del “exo-cerebro”.
Todos estos procesos representan una actividad febril del cerebro, armando el cableado que habrá de durar toda una vida, cables que será imposible de romper, sólo el tiempo y las condiciones de vida los irán desgastando.
Y es en esta edad de abuelos, descubrimos, que tratamos de imaginarnos los años de cuando fuimos niños, cuando la mirada humana está guiada por la sorpresa, la absoluta concentración en lo que pasa afuera y en relación con nosotros, pues los ojos a través de la mirada expresan lo que en el cerebro está sucediendo, todo ese tumulto de neuronas en movimiento, todavía nada ordenado. Se van probando conexiones, se desechan algunas, otras pasan la prueba.
A medida que avanzamos en la vida la sorpresa la vamos perdiendo, hay un brillo particular de los ojos en estos primeros años, puede ser el grito del cerebro pidiendo instrucciones, pues a diferencia del proceso de nuestros ancestros, hoy está la cultura ahí afuera, esperando que se hayan realizado las conexiones básicas para iniciar la transmisión de datos, que ordenan y transforman en piedra lo que la biología ha manufacturado con prisa y zozobras. Eso no lo tenían a mano nuestros antepasados, por esos demoraron miles de años para que en su cerebro se entretejieran hilos que hoy demoran unas semanas.
La mirada de Anaí que se clava en sus gestos y en todo lo que pasa alrededor, es la mirada del ser humano más primigenio, maravillado por lo que sucedía a su alrededor. Son nuestros ancestros y ancestras, es ella, somos nosotros.
Hay cierta tristeza cuando pensamos en la pérdida de esta mirada original, que todos hemos experimentado para ser considerados seres humanos, es lo que pagamos para entrar en la “civilización”. ¿O será que esa mirada interna nos acompaña y hemos olvidado cómo reencontrarnos con ella? ¿Será esa mirada un recurso nuestro que podemos convocar o hacerlo nuestro compañía cotidiana? ¿Podemos encontrar en la mirada de Anaí nuestra propia mirada interna?.
¡Qué lindo y limpio proceso el de la vida!. ¡Qué maravilloso ese impulso vital, inquieto, titubeante y vibrante que no revela nunca el misterio que teje todo nuestro mundo interno y externo y nos hace respirar, estar vivos y seguir sorprendiéndonos!. ¡Ese, el misterio, nos acompañará por siempre!