En homenaje al único médico en el que creía y a quien aceptaba el cascarrabias de mi padre cuando estaba enfermo. |
El doctor Sandí. O sólo el doctorcito, como también le decían. Demasiado viejo, le pareció, a sus 63 años. El clima caliente de la ciudad había hecho de las suyas a lo largo y a lo ancho de su piel blanca. Piel que se esforzaba para cubrir a un hombre de 1.81 metros de estatura y 110 kilos de peso o más. Su frente, un hashtag: dos surcos, horizontales e irregulares en profundidad, se perdían en sus sienes; y otros dos, verticales y oblicuos, cortaban casi a la mitad a los primeros y parecían terminar donde comienza a formarse el pelo de la cabeza. El origen de esas pequeñas zanjas de su rostro, ya perdido en el tiempo, era sólo hipótesis: bien pudieron ser cicatrices de pequeñas reyertas, arañazos que dan los árboles cuando se camina por el bosque seco o cauces, aún vivos, abiertos por copiosos sudores. O las tres cosas con alternancia. #Soy yo. #Tuviejoamigo. #ElDoctorSandí. #Quiéreme. Su frente.
El pelo ralo, blanco y liso echado pa’trás, la nariz enrojecida y los ojos azules contribuían a hacerse sentir ahí donde estuviera. Y es que ese donde estuviera el doctor Sandí sería, sin dudas, un lugar con gentes de estaturas bajas, más bien morenas, pieles tostadas por el sol y ojos negros chispeantes o apagados, según el fueguito interior de cada persona, como diría con razón Eduardo Galeano.
Su figura se completaba con su panza desbordada unos cinco o siete centímetros por encima de la faja del pantalón y por debajo de su ombligo, su atuendo desaliñado con uno o dos botones menos en su camisa y sus carcajadas dejando en evidencia el lugar que ocupó el primer molar izquierdo superior. Salvando las distancias del caso, él parecía el ahogado más hermoso del mundo del cuento de Julio Cortázar.
No siempre fue viejo, panzón, canoso y desdentado. En los sesenta y setenta, Norberto era un joven apuesto. Estudiaba medicina en la UNAN de León. No era cualquiera el que, como él, juntaba a eso la facilidad de palabra, una buena figura y, sobre todo, un don especial para hacer chistes hasta de sí mismo. No era cualquiera, aunque venía de una familia cualquiera. O más bien de una madre cualquiera: lavandera de ropa ajena en los tiempos en que ella tenía fuerzas y el río Acome agua abundante. De modo que, en complicidad, podía remojar, aporrear, jabonar, restregar, enjuagar, sacudir y exprimir cantidades de ropa sucia que ella y el río transformaban en ropa limpia. Logró, al final de su vida, ejercer como maestra empírica de segundo grado de primaria. Sus manos envejecidas recordaban al río cuando escribía en la pizarra negra. Una mujer cuyo nombre hay que registrar en este relato: Doña María Luisa. Varias veces: Doña Gertrudis, Doña Gertrudis, Doña Gertrudis. Sin ella, otra sería la historia.
Ya entrados los setenta el doctorcito era un inmejorable prospecto de marido codiciado por las solteras del pueblo. Nada menos que un médico recién graduado en un pueblo cuasi analfabeto. Trabajo no iba a faltarle, como quedó demostrado hasta el final de sus días, incluso de sus días de anciano.
Eran tiempos cruciales para el joven doctor Sandí. Ya tenía una profesión, y buena; ahora debía formar una familia. Le gustaba Carmela, esa chispeante chavala que estudiaba para maestra en la Normal de Señoritas de San Marcos y que tenía la carita redonda, el pelo crespo y los ojos achinados. Pero ella lo había mandado al carajo porque la desubicaba no saber, con él, cuando las cosas eran verdad o cuándo eran bromas. Y es que era una muchacha de una sola y buena pieza, demasiado seria para su edad. Entonces el doctor se casó con otra, la Azucena. Muy guapa y coqueta, la Azucena tomaba un jugo de pepino con piña todas las mañanas y tenía muchas aspiraciones, sobre todo la de salir de pobre al casarse con el doctor. Y es que los tiempos que corrían parecían los de ahora y era vox populi que los médicos ascendían en la escala social como los frijoles con gorgojos cuando se ponen en remojo.
Pero este doctor tiraba pa’bajo. Lo jalaba su origen y la gente pobre, enferma, trabajadora y desnutrida a la que no cobraba o cobraba muy poco. Su consultorio, en la propia esquina diez metros al norte de la Ladrillería Cuadra, estaba siempre lleno. Las personas hacían fila desde antes que el doctorcito llegara a las ocho de la mañana de lunes a viernes. Pero para la Azucena él era un marido irresponsable que trabajaba mucho pero que no ganaba igual, un médico que no se daba su lugar. No podía entender por qué su marido permanecía muchas horas en aquel modesto consultorio de la esquina. Dicen que por eso lo dejó, se fue, se cansó de esperar un mejor porvenir. También porque el doctor era poco hombre, dijo la Azucena y lo supo todo el pueblo: no podía darle hijos, hijos de su vientre y ojalá con los ojos azules del doctor, claro está.
Cuando quedó solo el doctorcito compró una casa de ladrillos rojos. Adoptó a un niño huérfano y casi personalmente se ocupó de las tareas maternas y paternas que necesitaba Julián, su chinandeganito moreno. Muy pronto el niño le dijo papá. Más tarde, cuando el clima se ponía un poco fresco, jugaba beisbol con él y con frecuencia caminaban por las cercanías del parque de Santa Ana. Como todo un progenitor, el doctor veló por su educación primaria, secundaria y universitaria hasta convertirlo en ingeniero civil y, sobre todo, en un buen hombre. Eran una familia completa.
En el funeral y el entierro del doctorcito estuvo casi todo el mundo. Niños mocosos, niñas greñudas, viejas panzonas, mujeres gordas, mercaderas de delantal, borrachos rehabilitados, hombres cojos, viejos locos, putas respetables, maestras y maestros. También los boy scouts con sus trajes cakis y sus pañoletas verdes y marrones, íntegras. El Benemérito Cuerpo de Bomberos se lució con sus tambores, sus bombos, su lira. El cura de la iglesia de Santa Ana, compungido, dio la misa gratis. Abundaron los crisantemos de todos los colores, los lirios y clavelones, los manojos de trinitarias con todo y sus espinas, los racimos de avispas rojas y hasta de ramos de verdolaga florecida la gente hizo coronas para su ataúd. Julián se veía triste pero el orgullo por quien fue su papá parecía atizar el fueguito de su mirada.
Carmela y la Azucena no faltaron. Superviejas, platicaron fluidamente bajo la misma sombrilla que las protegía del sol mientras el cortejo fúnebre avanzaba hacia el cementerio. Y ahí confesaron su mutuo secreto: ninguna había conocido, en toda su vida, un hombre mejor. Y, en realidad, dijo la Azucena, el doctor fue un excelente marido.