
La amiga la llamó por teléfono en la nochecita de ese mismo día. Te encontré diferente, no te lo pude decir, tenías mucha luz, tu rostro y tu cabello blanco resplandecían, quise darte un beso, pero te fuiste, todo muy extraño, muy lindo. ¿Dónde estás?, le dijo. Se rieron.
Eran esos días en que los contagiados de convid19 no pasaban de veinte. Igual había que cuidarse, o eso decían. La verdad es que se sentía plena, libre, alegre. Sus perplejidades y contradicciones íntimas no le impedían seguir su vida con relativa armonía, dondequiera que ésta transcurriera (¡y vaya que no era claro dónde transcurría!). No obstante, una decisión estaba emergiendo hacia sus manos, sus piernas, sus ojos, su pelo.
Había pasado muchas décadas sin terminar de comprender lo que confluía en sus gestos y deseos. El motor que dibujaba sus risas y el aljibe que a veces se desbordaba por su rostro, ¿de qué se alimentaban? ¿dónde estaban? Y aunque sentía que ya era hora de indagarlo, decidió que mejor se ocuparía de hacer florecer rosas rojas en su patio. Es el momento justo, como en el poema dariano, pensó dejando caer su reciente decisión en el entramado de la pandemia que empezaba y en la red de versos que, cual ramas, conformaban su nido interior. Plantar y cuidar un rosal sería su quehacer más importante.
La siembra, germinación y floración del rosal la involucró en botánica, en jardinería y, sin que pudiera evitarlo, en un viaje interior. Ese proceso que para ella desembocaba en un pequeño milagro de pétalos rojos le confirmó, no se sabe cómo, que vivía en el filo de la navaja, ahora mismo protagonizaba una caída libre en un tuteo mortal consigo misma que debía encarar.
Mientras esperaba el brote de las plántulas, se sumergió en el agujero que sentía en el estómago al pensar en su abuela materna de la que sólo tenía un nombre, Francisca; un pueblo, Acoyapa; y un siglo, el XIX. Un hueco en el que, como Alicia en la madriguera del conejo, encontró posibilidades peculiares y en un tris tras, algo sobrio e indescriptible la hizo solventar ese vacío llenándolo de ella misma. Por eso le revoloteaban por la cabeza trozos de fogones de leña, comales tiznados, pisos de tierra, pedazos de calles de piedra donde se veía caminando descalza, carcomidas lámparas de canfín, semillas de caimitos saliéndose de las bolsas de raídos delantales y músicas de palmeos de tortillas que oía como interludios en las madrugadas. Ella, su abuela. Su abuela, ella.
Los mismos días que tomaron en abrirse los pequeños capullos de rosas, le llevaron a Delia explorar su crisis de sentido en el siglo XX. Cien años apretados en impactos de muchas dimensiones. Alegrías que se habían malogrado, acontecimientos anómalos que atravesaron como dagas su país y su vida. Por eso, el dolor del amor traicionado, la revolución perdida y su madre muerta, como telones de fondo, la había destrozado y tirado abajo, más abajo que el piso donde creía estar parada. El piso. Era más abajo. ¿Había piso? Una centuria en la que estar viva fue suficiente identidad, su esfuerzo por respirar, su identidad.
Cuando las rosas, completamente abiertas, le prestaron sus pupilas, Delia miró que los acontecimientos que vivía en el siglo XXI, incluso los que aún pendían de los hilos del tiempo, latían como un sólo corazón de larga vida. Trescientos años danzaron en una coreografía interior sin pasado, sin presente, sin futuro. Afloraron figuras arquetípicas de mujeres y hombres de carne y hueso. Suspiró profundo. Conocía a esas personas, las había gozado y las había sufrido, las había abrazado y las había despreciado, eran de entonces y eran de ahora. Volvió a suspirar; fuera de ella sólo la belleza de la flor. Y es entonces que, finalmente, jugó con una identidad que se le deslizaba como arena entre los dedos y retornaba a sus manos como un ramo de rojas rosas recogidas en tres siglos. Una y otra vez: la arena, sus dedos, las rosas.
El día en que se cayeron las hojas y los pétalos de las rosas, Delia no había pensado en ello. Tampoco en que sus nervios agotados y su sistema inmune deprimido, le hubieran permitido disfrutar tanto la belleza roja de sus rosas. A lo mejor, se dijo viendo su rosal marchito, hay otros patios donde plantar en otros lados. Al fin y al cabo, ya sé de botánica y de jardinería. Y continuó esperando que llegara a su mirada otro vértigo de pétalos rojos mientras tomó un camino sin fin hacia la casa de su amiga.
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