Papaya criolla

Para Abelino, mi hermano poeta, en dónde esté…

En Chinandega se cosechan las papayas más dulces que yo he probado, las más sabrosas del mundo, para decirlo sin remilgos. Son dulces por la acción del sol y porque las venden maduradas naturalmente.  

El jueves 20 de enero de ese tal por cual año, como a las 10 de la mañana rodeamos el mercado central de Chinandega en la camioneta Toyota de doble cabina que manejaba Alex buscando la salida a Managua.  Era el viaje de retorno después de los funerales de mi hermano el mayor.  Mi vista quedó clavada en una papaya criolla colocada sobre una canasta en el suelo del apretado mercado en la calle de la casa de mi hermana la menor. 

Todo aprehendía yo de la papaya. Absorbía y admiraba la sutil gama de sus colores, sus extremos rugosos, los grosores de su cuerpo, sus sabores y texturas, su brillo interior, la apretazón de sus semillas infinitas y, sin desprenderme de ella o más bien acompañada por ella, mucho rato después, llegamos a Managua donde junto con mi hermana la mayor queríamos recoger alguna poesía que hubiera dejado mi hermano.   En primer lugar en la casa de doña Lolita, en una barriada mugrienta y desamparada detrás del Rigoberto López Pérez, y luego también en casa de doña Anita en la Villa San Jacinto.   Pensábamos que en CENICSOL, donde él vivió los últimos años y hasta el último día, nos esperaban unos escritos sobre su vida.  Dicen que escribía y leía, mucho, nos dijeron.  Dicen que pasó de la adicción al alcohol a la adicción de la escritura y la lectura, y que en CENICSOL –parece- querían quitarle todas las adicciones, y él ya no estaba para discutir sutilezas y entendió que sin leer y sin escribir no quería vivir.  ¿Eso entendió o eso le dijeron?  También necesitábamos tener el documento final que él escribiera y que ahora estaba en su  expediente en la estación número tres de la Policía de Managua, justo detrás del Mercado Israel Lewites.   Y ahora también en las manos de todas sus hermanas como una incomprensible despedida.

¿Todo eso pasó o más bien todo eso no ha pasado?  ¿O han pasado muchas cosas desde entonces?  ¿Cuántas? ¿Una sola?  Sólo siento un antes y un después, inasibles y bruscos.  El recuerdo de esa papaya, exuberante,  me colocaba en un ahora en el que amaba y despedía a mi hermano, le abrazaba y me alejaba de su amor entrañable;  un tiempo donde algo mío siempre estará llamándome porque hay besos y palabras y proyectos que quedaron inconclusos. Porque la muerte es eso, dejarnos esperando lo bueno que ya no vendrá.  Y sí, algo mío quedó ahí, en Chinandega, desde ese ahora que era ya pasado, entre mi hermano, ese calor, el mercado, la papaya, sus semillas, mi gente.  Y esa mirada concentrada y furtiva en la papaya me lo recordaba.   Intensa la mirada, igual que la fruta mirada, y es que ambas nacían a la vez de un mismo parto. 

¡Cómo me convocaba esa fruta en medio de un calor de 32o C y una lluvia quedita lloviendo dentro mío! ¿Cuánto de mi historia ella sabía? ¿Cuánto de su historia yo tenía? ¿De qué modo tan espectacular me seducía?   La belleza puesta como al azar en medio del desorden, esa armonía de color, ese modo de evocarme un sabor….esa apretada manera de ser mía, igual la papaya que la ciudad, que la historia, que el  hermano muerto y vivo.

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