El sapo

10 curiosidades de los sapos - Mis AnimalesUn día de agosto y lluvia apareció en mi jardín.  Feo como todo sapo, y grande. Es un feo bello, dije, aunque quería decir solamente ¡es bello!   El sapo comenzó a habitar la casa sin aspavientos, como si fuera oriundo del pequeño patio. ¿De dónde vendría?  Las opiniones divergían al respecto, pero eso no viene al cuento.

Al cuento viene el nuevo escenario del sapo.  Es un agreste rectángulo de tierra de doce metros de largo por dos y medio de ancho en estado un poco salvaje si por salvaje se entiende natural.  ¿O podría hablarse de un jardín no convencional?  Voy a llamarle el corredor del sapo. En su extremo norte se amontonan hojas y palos secos producidos en el mismo terreno y muy cerca un árbol de hibisco de flores perennes amarillas alberga un cacho de venado que cuelga de una de sus ramas.  El jazmín floreció en los días que apareció el sapo.   Sus florecillas blancas perfumadas atraían abejas que, a la misma hora de la mañana revoloteaban, libaban, se enmarañaban y se iban siseando y zigzagueando hasta que los pequeños pétalos caían al piso y sus ramas tupidas de hojitas verdes y sépalos mustios recibían a un maicero que estremecía al arbolito con sus picotazos.   Están en ese patio algunas suculentas, una lavanda frondosa, varias matas de salvia florecidas, pequeños lirios amarillos que se balancean sobre largas y flexibles hojas verdes y una planta de café chino con sus pequeñas pelotitas rojas.  También la trinitaria de flores magenta.  El sapo recorre ese verjel de lado a lado, a saltitos, muy temprano en la mañana y a la hora del crepúsculo.  Se detiene, pesca algún bichito, y sigue.

Con el sapo llegaron mis recuerdos de ranitas queridas.  El corredor del sapo me evoca aquellos potreros densos de matorrales y pastizales de gramíneas y margaritas silvestres que se diluían en la playa del lago donde caminé de niña, muchas veces sólo para atraparlas.  Era en La Virgen, departamento de Rivas.  Era de la mano de mi padre.

En mi ahora vuelve el ayer de los paseos matutinos de sábado o domingo al potrero más cercano para tomar leche directamente de la vaca.  Con el lago Cocibolca a mis espaldas cuando iba y, al frente cuando volvía y piedrasguijarrobajando a las orillas del Gran Lago, las pequeñas  ranas veteadas de grises de, si acaso, medio centímetro, que recogía por docenas hurgando entre piedras de guijarro y humedades de musgos. ¿O eran diminutos sapos?

De esas ranas, familias del sapo del jardín, muchas veces he querido hablar, pero ¿cómo?, ¿a quiénes? ¿dónde?   Las veces que lo intenté me enteré que las personas adultas no están interesadas en  diminutos batracios del lago de mi infancia.   En esas situaciones y quizá para justificar mi turbación, una exclamación interna del tipo ¡cómo es posible que no sea un tema interesante! me envuelve y hace sentir distinta.  Una alegre corriente de orgullo me estremece como al jazmín el picoteo del maicero.  No son pocas mis  vivencias y lástima que algunas personas se las pierdan:  conocí la mirada de una vaca; sentí la textura de la piel de las ranas y el cosquilleo de sus patitas recorriéndome; disfruté la calidez de la mano morena de mi padre y de la blanca leche vacuna;  corrí por potreros florecidos con margaritas y rosas de pradera y tomé en mis manos piedras de guijarro en la playa del lago.   ¡Todo me vuelve a oler a pasto y lo siento vibrar en el jardín porque mi memoria insiste en lo que solo yo quiero recordar cuando veo al sapo!

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