Dormí pequeño gigante
de las lecciones de hoy,
genio dibujador de ángulos rectos y agudos,
de circunferencias y tangentes,
preguntador inoportuno
de una matemática que nunca entendí,
desordenador de todos los órdenes
y haragán de todas las perezas.

Chiquillo insoportable,
loro repetidor de frases trilladas,
ocupante absoluto de mi cama
de donde en este momento
me desplazas,
inventor de una gramática
que tu mamá celebra
y la maestra aplaza.

Púber mezclador de cuadernos con galletas,
fuente primaria de picardía,
dador de besos telefónicos,
extensión milagrosa de mi piel en la vida.
Dormí con ese sueño de príncipe perfecto
y esa respiración de diosito inaudito.

Dormí hasta que vuelva a decirte
«te quiero»
con la nalgada que te llevará al baño
en la mañana.

Descansá de tus desastres de hoy
y dejame perdonarme
por mi incapacidad de hacerte la comida
y tu uniforme planchado más allá de mi misma.

Irrumpiste en mi vida
produciéndome un desequilibrio total
y he temido amarte
desde el susto de tus gritos de infante
hasta tu risa escandalosa de púber de 12 años.

Me resistí a tu piel y ahora estoy vencida,
enamorada total
de las maravillas de tu crecimiento
y tus locuras.

Me sos absolutamente sorprendente
tu vida y la mía sólo convergen en un beso
y de vos sólo entiendo que te amo.

No logro acercarme a tu fantasía de pajarito
a veces loco,
otras dolorido
y unas más, rabioso.

Tampoco lo intento porque lo que veo
de tu pequeño espíritu gigante
me desborda,
no lo aguanto,
me conmueve toda,
me asusta.

Tu abrazo inimaginado en mi existencia
es lo más fuerte que he recibido
desde una piel tan suave,
olorosa y tierna.

No sé qué será de vos a los 15, 20, 25…
no sé nada, chiquillo
y tengo miedo que una noche te dañe.

Pero con esa atrevida forma
de buscar tu espacio en mis cobijas
empiezo a confiar en vos
y en la vida.

Gracias por ser mi hijo
y aceptar esta mi manera incómoda
de estar en tu vida.