Quizá debí registrar el gesto simpático de un salchicha, la pose coqueta de un galgo, el corte de pelo de un poodle, la camisa roja de un dálmata o la expresión frágil de un boston terrier atrincherado en sus anteojos verdeoscuros. E incluso, debí fotografíar la pata levantada para mear (¡qué linda!) de un pug carlino a la vera de un árbol de laurel plantado hace más de un siglo, cuando el parque iniciaba su vida. Al menos debo dejar constancia que no me ladraron e, incluso, ni me gruñeron y que hice contacto visual con un bulldog.
No obstante, veo mis fotos de viaje y ninguna le apuntó a un perro, a pesar de que al menos el 30% de la vida que late en el parque México, arteria vital de las colonias Condesa, Hipódromo e Hipódromo-Condesa de Ciudad México, es de canes paseando, otro 35% corresponde a la boscosa floresta, un 5% al agua de sus fuentes y un 20 % a la presencia de homo sapiens como yo.
Mientras se camina despacio cerca de la estatua de Albert Einstein se escuchan conversaciones entre los paseantes del parque que, también, son sobre perros: sus costumbres, sus últimos logros, sus edades, sus monerías….. Me gustaba extrapolar las amenas charlas y colocarlas en un escenario donde son niños y niñas los protagonistas que deambulan y corretean bajo la mirada bondadosa de personas mayores, el vaivén discreto de los pirules en junio y el sonido del agua fluyendo suavemente.
Son nueve hectáreas de parque ocupadas, me pareció, por los perros. Ahí socializan con otros perros, buscan parejas, se ejercitan en el área destinada específicamente para ellos y, en el ínterin, sus dueños (o debo decir sus padres) descansan en una banca debajo de un frondoso ciprés, contentos de llevar sus heces debidamente envueltas en una bolsa plástica dentro de sus mochilas. Solo las cacas de sus perros. Los orines quedan en el parque, salen con solo que levanten la pata en cualquier framboyán, cualquier palmera, cualquier jardín circular donde crezcan jacintos o mimosas. ¡Si las plantas se quejaran!
¿Qué signo de los tiempos es éste? ¿En qué nos hemos convertido las personas y en qué los canes? ¿Hacia dónde apunta esta tendencia? ¿Tendrán los perros el encanto de ser eternos niños y niñas que nos obedecen siempre? ¿O más bien evolucionarán rápido con tantas condiciones y cuidados? ¿Son nuestros futuros políticos y gobernantes? ¿Cuántas de esas personas y/o parejas han sustituido a los hijos por los perros? ¿A otras personas por los perros? ¿A sus parejas por los perros?
No sé qué tienen en la cabeza esas gentes que, debo decirlo, son mayoritariamente jóvenes. Ni siquiera atisbo respuestas a tantas preguntas pero reitero la dificultad de cuadrar en mi ánimo esta situación con los 95.000 niños y niñas, al menos, en situación de calle que deambulan en avenidas, mercados y estaciones de metro en México, expuestos a todas las explotaciones posibles y que no están precisamente en el parque México que tanto visité estos días.
El parque México hiede a orines de perros. Al amoníaco de canes amables. Es posible que las personas que cotidianamente visitan este lugar no lo perciban. En unos años más, junto con la correspondiente contaminación, éste olor será más fuerte. No dudo que tendrán que sucederse más servicios para perros en el parque: orinales, clases de baile, músicas relax y que, lastimosamente, los niños y niñas de la calle seguirán su vida expuestos a innumerables riesgos que un perro de la Condesa no puede ni imaginar.
El poema de Rubén Darío viene a mi memoria como un remanzo. Es claro que es otro tiempo, otras gentes, otro lugar, otros perros, otros sentidos. Entonces la soledad se asumía y los canes aún gruñían:
Tengo de criar un perro, / ya que en este mundo estoy. / No me importa lo que sea, / alano, galgo o bull-dog; / lo quiero para tener / un tierno y fiel queredor /
que sonría con el rabo / cuando le acaricie yo; / para que me ofrezca todo / su perruno corazón, / y gruña a quien me amanece / y se alegre con mi voz; /
y para si me da el cólera / y huyen de mi alrededor, / juntos, parientes y amigos, / que nos quedamos los dos: / yo, cadáver, como huella / de una vida que pasó; / él lanzado tristemente / sus aullidos de dolor.