Tikal

Ciudad  Flores es una de las islas del lago Petén Itzá, en Guatemala. Algunas son tan pequeñas que recuerdan los mundos de El Principito.  Dice la historia que allí los mayas fueron derrotados por los españoles en 1697.

Las casas y el pueblo emergen del agua ante mis ojos.  No hay playa, sólo una calle principal rodeando el pueblo y, en esta época del año, oculta por la crecida. Y callecitas menores que terminan y empiezan en el lago para que la gente siga sus caminos en cayucos.

Su belleza es de ensueño.  Desde el balconcito de la habitación 301 del Hotel Santa Ana leí algo de La civilización maya de Sylvanus Morley (1965)  y, sobre todo, contemplé el lago.  Tranquilo. Algunas veces surcado por cayucos llevando pobladores de Santa Elena, San Benito, Petencito y otros pueblos que circundan sus riberas. Estos botes tienen una larga historia de servicio a los aborígenes mayas y a sus actuales descendientes y se integran con prudencia al silencio del paisaje.

En sus magníficos atardeceres el sol se pierde de un sopapo más allá del lago, detrás de la montaña, dejando los tonos del crepúsculo sucederse a su antojo.  Entonces cae la noche en la vida de la gente, las calles empedradas, las hilanderas mayas haciendo sus tejidos y, sobre todo, la noche sobre las ruinas de Tikal que había visitado durante el día pero que permanecía espectral en la imaginación.  Tikal magnificado por su misterio y el misterio magnificado por la imaginación, fue la constante de esos intensos días de visita.  Recordaba el verso de Cardenal: “y en los ojos de los indios una tristeza delicada, sin electricidad en su noche….”.   Los indios que construyeron Tikal, los mismos del katun del dolor y el escarnio a causa del bejuco matapalos, metáfora de la familia Cocom en tiempo de los mayas, y de Somoza en Nicaragua, en tiempos de la poesía de Cardenal.

La Plaza Mayor primero y, de despedida, la Plaza del Mundo Perdido. Poquísimo para lo que había por conocer.  Los pavos reales se comportaban como gallinas y los pisotes como gatos. ¿Fueron mis anfitriones? ¿Qué podían contar? ¿Desde cuándo estaban ahí?.    Junto con una  inmensa ceiba daban la bienvenida mientras, en algunos interiores de las edificaciones vacías, los monos, tucanes y guacamayas juntaban trucos, piruetas, danzas y sonidos que soltaban a mi paso junto con bromas pesadas como el semillazo, desde un altísimo zapote, que un mono me mandó directo a la cabeza.

El primer día subí el Templo de las Máscaras y recorrí la Acrópolis Central y la Acrópolis Norte. Creo que por ser domingo muchos visitantes eran guatemaltecos, mujeres con sus atuendos mayas y niños que correteaban en la plaza alrededor del Templo del Gran Jaguar o detrás de un pisote.  La gente disfrutaba sus monumentos y un exótico sentido de pertenencia también llegaba hasta mí.  Ritualicé este sentimiento bajando el Templo de Las Máscaras junto a 3 mujeres indígenas que, entre risas y palabras locas, fueron mi compañía.  Entendí que ellas y yo somos hijas de otro tiempo y compartíamos torpezas para subir y bajar pirámides mayas. Desilusión y consuelo.

El Templo de las Máscaras, construido aproximadamente en el 700 d.C. (pesquisas indican que existen otras estructuras, todavía subsumidas, que datan del 300 a.C más o menos), al igual que el templo I y las Acrópolis, es una pirámide de tres terrazas sobre la que hay una plataforma flanqueada por dos enormes máscaras cuyos detalles apenas se ven por su deterioro pero, con los binoculares o con la imaginación, se logra identificar narices puntiagudas de dioses extintos, orejas adornadas, penachos coloridos, mientras se descansa a la base de un promontorio a la sombra de un cedro y después de haber subido y bajado los 38 metros de su altura actual.

El Templo del Gran Jaguar se eleva 45 metros sobre la Plaza Mayor y tiene 9 terrazas.  No estaba abierto al público.

Enclavado en el bosque, Tikal fue abriéndose para mostrar monumentos atrapados entre piedras y raíces. Pasando por palacios, terrazas, patios, estelas y plataformas ceremoniales, llegué al templo V.  Imponente.  Casi 57 metros de altura.  Aquí, además, admiré el esfuerzo de obreros guatemaltecos que, entre andamios, se perdían en las alturas trabajando en su restauración.  La misma clase social que hace milenios los construyó, pensé.

Y seguimos por calzadas y construcciones menores, riéndonos de la risa que provocábamos en los monos que jugaban en las copas de los zapotes, hacia el Templo IV o Templo de la Serpiente de Dos Cabezas.  Este templo no está totalmente restaurado. Dos escaleras de madera, casi perpendiculares y asidas a la pirámide, facilitan subir hasta la base de la cresta y bajar a la explanada.  El paisaje, desde la cresta de la pirámide, es sobrecogedor. Igual a las preguntas y los silencios que me provocaba la historia.

A la mitad del ascenso un ataque de pánico me hizo respirar profundo sin cerrar los ojos por temor a no volverlos a abrir y quedarme convertida en estatua por algún ancestral sortilegio; de todos modos no podía regresar y seguí tratando de obviar que había un abajo bien abajo.  Son 67 metros perpendiculares contados a partir de una base de no sé cuánto.  Los mayas pensaron en grande. Tikal es evidencia y yo testigo.  Por eso su matemática tan precisa, su arquitectura, su astronomía, su escritura, sus estelas y sistemas de comunicación.

El Templo IV es el más grande de todos los edificios religiosos de Tikal y la más alta de las pirámides de América precolombina. Más que Teotihuacán en México.  Subí la pirámide del Sol y de la Luna a mis 17 años.  Recuerdo que el viento me hacía sentir como un trapo.   En Tikal, sin viento en esta ocasión, el follaje de los árboles era tranquilo.  No sé qué hubiera sido de mí en otra circunstancia.

Llegué temblando a la base de la cresta, arrimada a las paredes de la pirámide y necesitada de convertirme en una de las lagartijas que había saludado en sus laderas, no me animé a soltarme, ni a ver exactamente dónde estaba pensando que si movía los ojos saltarían al abismo como canicas brillosas.  La base de la cresta, hasta donde estaba, emergía por encima de las copas de los árboles de más de 50 metros de altura y seguía aún, no sé cuántos metros más, propiamente la cresta de la pirámide.

Los templos de los mayas se tutean con la altura de las ceibas, los cedros y las caobas, ellos fueron sus modelos de altura y magnificencia.  O, talvés, querían alcanzar al sol, tocar las nubes. Y mi miedo, a esa altura, buscó refugio en la adoración por el paisaje.    Miedo y adoración se acogían intermitentemente y, por instantes, pacían en frágil equilibrio.  De pronto, se abrió una exótica y panorámica vista de la selva y dentro de ésta el Templo del Gran Jaguar y el Templo de las Máscaras imponían sus presencias.  Desafiantes.

Ya en la explanada, me sentí habitada de admiración y agradecimiento a Tikal y a las personas que, siglos atrás, la hicieron posible con sus manos.

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