Cuando salí al patio, esa mañana, ya se había metido en su pequeña piscina con el agua sucia del día anterior. Pensando que no habría ninguna reacción de su parte y que tendría que sacarla con mis manos, le dije, Pancracia, ¿cómo no me esperaste? ¿no ves que el agua está muy sucia? Salite, salite, que voy a ponerte agua limpia y comida.
Dí una pequeña media vuelta para buscar la manguera y cuando volví a ver, ella estaba saliéndose de la piscina, moviendo muy digna su cabecita, para dejarme a mí tirarle el agua, lavarle rápidamente su espacio, ponerle agua nueva y colocar su alimento: pedacitos de papaya con trocitos de su comida especial.
Fue casi un milagro, maravilloso. Ya tenía sospechas que ella entendía pero ahora me quedó claro. ¡Qué gran alegría puede dar una tortuga!.