Ese puente achacoso se grabó en mi memoria. ¿Por qué se impone escribir como queriendo dejar esa huella? ¿Es acaso que un paisaje, una ruta, un montón de casas y de gentes se volvieron posibles por el puente? ¿O todo lo contrario, extraños, inaccesibles, indescifrables? Escribo sus presencias y, a la vez, la fuerza de sus ausencias. Su lejanía es esa distancia arquetípica de todos los imposibles de mi vida.
Mi relación con Turrubares comenzó en el 2001, cuando soñé un proyecto cultural con el amigo poeta Julio Acuña, asesinado en Alajuelita el 19 de junio de 2008, y de quien he hablado en mi blog. De ese sueño quedaron amistades, su familia, un terreno con mangos e idas y venidas, ora por la rupestre cuesta del Monte del Aguacate, ora por la aséptica ruta a Caldera.
Por supuesto que no es lo mismo la pista a Caldera que aquel curverío profundo, colorido y peligroso de la antigua carretera nacional por la cuesta del Monte del Aguacate. Esa me mantenía en vilo y ella misma se molestaba en compensarme, sobre todo en estos meses, con la voluptuosidad de robles, llamas del bosque, porós, marañones, pueblos y gentes. Suficientes para que mi imaginación vuele al paso del vehículo y, si iba acompañada, permitiera conversaciones frugales: que si vistes aquel pájaro azul, que si el clima de Atenas, que si ya terminó la floración de los corteza amarilla, que si ese perro está flaco el pobrecito, que si los ricos de La Garita, que si va a llover o ya llovió, que si esto, que si aquello. Y ese culebreo de la carretera que no me dejaba admirar las montañas ni perderme en las flores. Sobre todo, el camino me regalaba llegar a San Mateo, sentarme en el parque, comerme una sandía de temporada frente a la iglesia, o sacar mi termo con café negro con mi sanguche e, inmediatamente, saborear el sentirme heroína de haber cabalgado el vértigo de sus caminos, no sin antes buscar un lugar donde orinar porque para entonces ya llevaba más de 2 horas de haber salido de casa.
La ruta a Caldera, inaugurada en el 2010 después de 32 años de haber sido diseñada, es otra cosa. Más rápida, con menos curvas y cuestas. Pero, ¿dónde las flores y los frutos, los pájaros y las gentes, las ventas y sus colores?. Me hace falta aquel peligro hermoso, aunque la ruta a Caldera me aliviana los nervios y, aunque no sea cierto, me asegura llegar viva a destino.
Y Turru está ahí con su gente, su iglesia, sus caminos, sus cuestas, su centro de salud, sus costumbres, sus sodas, su calor y su puente sobre el río Grande de Tárcoles. El puente, como un brazo que se presta al abrazo, una posibilidad de abreviar lo imposible, una zancada del pueblo para mirarse en el espejo de otro pueblo, una invitación a irse y a volver, una línea acostada que divide lo que somos de lo que queremos ser, la realidad de los sueños.
El puente, ese brazo necesario. El camino y el abrazo.