Al fondo de la foto de este post, que habla de una reunión entre no sé quiénes y que encontré en facebook, a mano derecha, hay un hombre blanco pelo blanco, delgado, sentado con su espalda perfectamente perpendicular, en un espacio de bloques, quizá una escuela o un centro comunal. Es mi amigo Juan Luis Genoud, sacerdote obrero, francés de origen, centroamericano de opción. Y es que llegó a la región cuatro años después de haber sido ordenado sacerdote, allá por 1965.
Murió en Guatemala, donde también vivió sus últimas décadas. Me ha conmovido su vida, su amistad, su muerte. Un privilegio haberlo conocido. Lucho contra la culpa de no haberlo buscado en los últimos años y, me digo, que él, estoy segura, me entiende y me perdona.
Además de Guatemala, los buenos vientos lo llevaron a vivir en El Salvador, Nicaragua, Colombia, Uruguay e, inicialmente, en México, donde compartimos el mundillo de «La Cascada» detrás de las torres de Mixcoax, en pleno distrito federal. Luego lo perdí, me le perdí.
La Cascada era, en esos años setentas, un asentamiento urbano-marginal construido sobre las laderas de un río seco y, entonces, vivían como 30.000 o 40.000 personas en las entrañas de ese distrito federal atestado de gente y contaminación, sobre todo en los espacios de la gente pobre. La casita de la “iglesia” en La Cascada estaba a la par de la casa de doña Luisa, señora gorda y magnífica, con 5 hijos, pocos dientes y una risa contagiosa y amplia. Esa sencilla familia eran la “familia” de Juan Luis en ese entonces, su punto de partida.
En La Cascada aprendí con Juan Luis la metodología de la JOC (Juventud Obrera Cristiana). Y trabajé con los jóvenes de mi edad que se drogaban con “pega” de zapatos y que tenían que pasar 2 o 3 años esperando ser aceptados en el sistema educativo formal luego que dejaban la primaria. A algunos tampoco les interesaba mucho. Pero platicábamos de todo y nos reuníamos en cualquier esquina del barrio, también en cualquier esquina a veces celebrábamos eucaristías donde Juan Luis integraba todo el peso existencial de la vida de estos muchachos y muchachas.
Era la primera vez que yo hacía un trabajo comunal en serio y siento, ahora, un gran privilegio que fuera de la mano de la pastoral que Juan Luis recién comenzaba en La Cascada. El conocía la vida de las familias, se metía en sus casas, celebraba sus fiestas, acompañaba sus llantos, fortalecía sus luchas y luego, de todo eso, llenaba sus liturgias que eran auténticos espacios comunitarios de celebración de la vida y fortalecimiento de las luchas individuales, sociales y políticas.
La foto es particular porque marca y expresa un rasgo que caracterizó a mi amigo: estar entre la gente pobre con sencillez. Nadie como él compartía reuniones a partir de su silencio y su escuchar a los demás. Un silencio que hacía producir ideas y acompañaba. Nunca una pose extravagante, nunca una foto narcisista (ahora que es tan fácil ponernos en facebook) mostrándose sólo para ser admirado. No hay.
Rebuscando en mis papeles encontré dos viejos poemas hechos para él, uno de 1993 cuando él estaba entre Chalatenango y Guasapa, y otro de 1995, cuando nos visitó (a mí y a mis entonces dos pequeños hijos) en la primera casita que tuvimos en Costa Rica en San Antonio de Coronado, despues de años de mucha inestabilidad luego del «autoexilio» por la pérdida de la Revolución Popular Sandinista en los 90. Hacía muchos años antes, en 1978, había venido para el nacimiento de mi hijo mayor, que lleva su nombre, y hasta puedo recordar cómo él le cambiaba los pañales ante el estupor natural de los padres primerizos que fuimos mi compañero de entonces y yo. Con una maravillosa humanidad se quedó en casa dos meses, lavando y cocinando, cuidando al pequeñín Juan Luis, y ayudándonos en esa nueva etapa que emprendíamos con el primer hijo de la pareja.
En esos poemas, justo, muestro mi perplejidad por ese rasgo suyo, esa sencillez que me cautivó.
Con Juan Luis Genoud aprendí, canté, disfruté, trabajé, caminé, soñé y, estoy segura, lo seguiré haciendo porque su nombre, su recuerdo, me evocará siempre eso. Me encantaba su particular modo de entender el evangelio, renovar la liturgia eucarística, hacerse sentir próximo, hacer silencio; ese silencio con el que también estuvo en todos los asuntos trascendentales de mi vida en varios entonces de entonces.
Su compromiso no lo quiero apellidar «político» (aunque lo es y en muchas dimensiones), sino «humano», profundamente humano. Estaba enraizado en las necesidades de la gente pobre de un modo auténtico, salía de la realidad de las personas con quienes trabajaba, que era igual a su fe en un Jesús que camina entre la gente. En él eran lo mismo. Desde esa realidad encontraba nuevas maneras de leer el evangelio, de renovar la liturgia, de estar con las personas.
Yo no sé qué más decir, me quedo cortísima ante la figura de este hombre. No es una figura que me apabulle, no quiero por eso decir «un gran hombre», sino eso, un hombre que está, y estará, acá, conmigo, con la gente que conoció a lo largo de su vida, iluminando mis pasos, nuestros pasos, haciéndonos volver al origen las miles de veces que nos perdemos y nos gana el desinterés, la pereza, el egoísmo, la autocomplacencia, la deshonestidad, el desamor.
Quiero en este instante sólo atisbar su silencio que quizá aprendí a gustar con él, y pongo algunas líneas de mi poema «el amigo» hecho en esa visita de 1995, con un respeto y un cariño infinito.
Tengo un amigo pobre,
y bueno como el pan,
es un amigo sabio
que ha venido de lejos
talvez,
a descansar
a mis parajes sobrios
limpios de nueva vida
y frescos de absoluta
necesidad de amar.
Un pobre entre los pobres,
un baboso perdido,
un irredento idiota,
un nuevo san francisco
al margen de la sociedad.
Sencillo como el té de canela,
suave como la brisa
que sentimos llegar,
bello como los sauces
él es mi viejo amigo
amigo de verdad.
Ilumina mi casa
con sus pasos precisos,
su manera calmada
de escuchar.
Mi casa está postrada
ante tanta bondad
él es su primer huésped,
él es la humanidad.
Le he dado el mejor cuarto,
las más suaves pantuflas
y nada es suficiente
para todo mi afán.
Le daría una estrella,
si la necesitara,
bajaría la luna
si acaso la pidiera,
lavaría su ropa
si me lo permitiera.
¡Silencio….
que mi amigo,
quizá, durmiendo está!