Darwin y los otros

A Juan Luis, Enrique y Roland

Darwin vivía con nosotros 
en Managua. Ese monito
no quería a mis hijos desde una vez
que lo jalaron de la cola. Era feo, aunque yo lo miraba bonito. Con su cola me jalaba y se prendía de mi talle
para que le hablara. Algunas tardes
íbamos por pan y leche tomados de la mano, contentos, orgullosos. Comíamos naranjas
en el patio, cerca del tanque
de almacenamiento de agua, y por las mañanas desayunaba con pan y café de leche.
A Darwin nos lo vendió doña Isabel,
la señora del mercado Israel Lewites.
Ella también nos llevó a Campanita, la ardilla,
a Madona, la perrita,
a Romeo y Julieta, la pareja de tortugas,
a Emilio, el chocoyito.
La última noticia de Darwin
es que lo vieron en el árbol de aguacates de la casa vecina;
Lloré. Y no volví a comer naranjas en el patio.

 

En la casa 
vivía Josefina. Todos los días ponía
un huevo en el centro de la cama del cuarto de huéspedes, siempre un huevo,
con disciplina, la gallina
Campanita, 
domesticada por Enrique,
comía cáscaras de sandía.
Se dejó robar 
y extrañé 
a esa pelotita de pelos y travesuras entre mis sábanas, mis ropas o mis bolsillos. Juan Luis entregó a Madona con un listado escrito de sus costumbres y a los peces gupis
y cebras, con un inventario detallado de las hembritas
que quedaban encinta.
Emilio 
subía a la cabeza de Roland
mientras meditaba, y quedó con doña Marina,
la vecina de al lado. Hubo más gentecitas,
de quiénes nos separamos
con dolor. A veces sus recuerdos
son risas que corren, como ellos, por mi casa. Y otras soy sólo
una mona detrás de Darwin o una ardilla
queriendo jugar con Campanita.

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