Río sucio me pareció una película terrible y excelente. El abordaje de dos grandes temas como el ostracismo y la paranoia convergen en el protagonista y se entreveran con otro que, desde hace siglos, nos escuece la piel: el de la convivencia con la persona de al lado, la que está un poquito más allá de nuestras narices -el vecino en la película- ; pero también, dramáticamente, implica a la persona de más acá -el nieto en este caso- el que tenemos en casa.
Así, sucede en este largometraje que el protagonista no logra relacionarse sin lastimarlos y lastimarse, ni con el indio ni con el nieto; con ninguno le es posible establecer puentes comunicantes, ni siquiera básicos. Al primero lo odia y quiere matar, al segundo lo ama pero no sabe expresar el sentimiento. Con el vecino lo separa una otredad total, es el indio, el delincuente, el otro per sé. Del nieto, el familiar, lo aíslan insalvables traumas de infancia y códigos de comunicación gestados en décadas… En esta ecuación, como en la vida, el de mayor vulnerabilidad es el niño y, también como en la vida, es él quién resulta la víctima fatal de las patologías y fantasmas del abuelo en un círculo horrendo en el que el propio abuelo tuvo una infancia victimizada. En ese sentido la película me pareció una radiografía, dolorosa, de nuestros modos de habitar y relacionarnos en este pequeño país.
El momento de este estreno en línea no pudo ser más acertado. En plena pandemia por la Covid19 Costa Rica muestra sus heridas sin pudores y todas las personas nos sentimos al borde de ese colapso mental en el que se sumerge el protagonista, aunque para nuestra sociedad esas heridas abiertas son realidad, pan de cada día que se expresa en la economía amenazante, los hospitales saturados en el marco de un sistema de salud que hace rato viene cojeando, la corrupción política aún en medio de la crisis sanitaria, el desempleo sobre todo de los chicos y las chicas, el aletargamiento de los mecanismos judiciales.
Pareciera a ratos que Costa Rica no tiene pá dónde y que no quedan ni esos reductos rurales donde pueda vivirse con paz y tranquilidad, hasta ahí ha llegado la locura de la pobreza y del distanciamiento social, ambos reflejos de una pandemia superior y anterior al coronavirus: la falta de empatía con las personas por distintas, diferentes, diversas…..
La película mantiene la tensión los 76 minutos que dura, no sólo por el manejo del tema sino por la actuación sostenida de Elías Jiménez en el personaje de Victor y de Fabricio Martí en el personaje de Ricardo, principalmente.
Celebro esta producción costarricense que nos interpela tanto. Celebro a su director Gustavo Fallas.