Escrito el domingo 6 de noviembre de 1994 a las 11.30 de la noche.
Hoy puse a cocer frijoles por primera vez en este país. Parece una frase fácil pero no fue tan simple, digo, no el escribirla, sino el hecho, cocer frijoles. Cuando vivía en Managua era un ritual frecuente y estimulante. Pero acá, en San José, me resistía a hacerlo, quizá para evitar la nostalgia o para proteger a los frijoles del fiasco de mi ánimo.
Sentir que es bello cocer fríjoles lo aprendí con doña Luisa, en México. Recuerdo su fogón de leña en el suelo y sobre él el enorme caldero de barro atipujado de frijoles hirviendo. Recuerdo su risa contagiosa mientras atizaba el fuego o echaba hierbas desconocidas para mí en el caldo estridente. También les echaba chile picante. Platicábamos de muchas cosas que no me acuerdo mientras chisporroteaban los granos negros y el pequeño ambiente se aromatizaba más y más indicando que muy pronto estarían listos. Uno de esos temas que conversábamos, sin duda, era sobre lo que significaba para la familia esperar a que el sistema educativo formal admitiera en la prepa (que así le decía a la educación secundaria) a su hijo mayor, Tabo, que ya hacía dos años que acabara la primaria y deambulaba sin oficio ni beneficio de aquí para allá a sus casi quince años.
¡Ese ritual al pie de las habichuelas era de una belleza insuperable para mí! Había esperanza, se aderezaba la compañía, la amistad. Los frijoles con caldo los acompañábamos de tortillas recién palmeadas y algunas veces estaban todos sus cinco hijos. De marido y de padre nunca la oí hablar. Eso fue hace 20 años, en La Cascada de la colonia Mixcoac en el DF. ¡Cómo quisiera ahora que doña Luisa estuviera aquí y me viera cocer frijoles para mis dos hijos que, en aquellos ayeres, ni siquiera estaban pensados!
Pero en esta ocasión y quizá sin darme cuenta, para no ningunear mi pasado y decirme que hoy todo está bien, todo está mejor, sentí amenazantes y escandalosos los granos juntados, arremolinados, pegados, moviéndose unos contra otros, chillando de tanto hervor. Cada cierto tiempo, para calmarlos, les echaba agua limpia y fresca que muy pronto sucumbía al fragor de la ebullición de esa pequeña caldera, tan distinta pero igual a la de doña Luisa. Como si se concentraran ahí todos mis imposibles, riéndose de ser míos. Esa olla indescriptible alojaba montones de granos agresivos, pujantes, lujuriosos, soberbios; era un pequeño infierno en mi casa. El infierno en mi cocina. Esos frijoles podrían matarme si tuvieran voluntad.
Como frijoles en ebullición mis poemas también ardían juntitos sobre la mesa de la sala, organizados por mi amiga Deyanira quien los mandó a imprimir y clasificó en tres posibles libros: en "Para sentir a Júpiter" colocó 70 poemas sobre el cosmos, la patria y los amigos; en "Alas locas" fueron 65 poemas de amor, erotismo, mar y fantasía y en "Eclipse total" 104 poemas sobre el paso del tiempo, mi familia, el dolor, el psicoanálisis y el sentido de vivir. Al ver por primera vez la mayor parte de poemas impresos sentí un dolor agudo de estocada, autotraición. Como si ellos escondieran el amor que he buscado en temibles noches y largos días, como si fueran el camuflaje de mi verdad o algo simultáneamente maravilloso y miserable, raro, imposible de asir y que estaba exponiendo. Sentí que mi poesía era miseria. Miseria en desparpajo, exhibida.
Era novedad ver mis ilusiones puestas en poemas y darme cuenta de que eran muchas y que murieron. Eran novedosos los ecos de esas fantasías que me dieron instantes de magia y sin despedirse se fueron, se me fueron….usando mis poemas de vehículos.
¿Dónde estará doña Luisa, Tabo, mis ilusiones?
Mis hijos celebraron los frijoles cocidos que comimos con queso molido y abundante ensalada variada mientras una lluvia constante se erigió en telón de fondo de nuestras vidas en domingo. Sus comentarios y risas junto al apetito de una tropa después de una batalla animaron con creces el acontecimiento.
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